sábado, 23 de febrero de 2008

Fernando Mañé Garzón (1925-2019), médico pediatra, biólogo e historiador de la ciencia

Observa, escucha, palpa

El maestro en el escritorio de
su casa de Jacinto Vera.
(Foto Pepe Plá, El País)

"Cuándo el maestro no esté, seguramente, la pediatría no será la misma.” La frase del neonatólogo Jorge Vázquez, resume la admiración que despierta este montevideano nacido en 1925, pionero de la Genética Clínica en el país. Mañé Garzón ingresó a la Clínica Pediátrica de la Facultad de Medicina el 7 de abril de 1957, y egresó como profesor emérito en 1990. También fue docente y director del Departamento de Zoología de la Facultad de Humanidades y Ciencias, con más de 150 trabajos sobre biología sistemática, filogenética y experimental y genética de las poblaciones. Es catedrático de Historia de la Medicina en la Universidad de la República y en el Centro Latinoamericano de Economía Humana (CLAEH), fundador de la Sociedad Uruguaya de Historia de la Medicina. Es miembro titular de la Academia Nacional de Medicina y de la Academia Real de Medicina de Cataluña. Su libro de referencia, Clínica Viva, editado en 2008, es continuación de su más que agotada Memorabilia de 1997. “Su título es un homenaje al gran Carlos Vaz Ferreira, con quien tuve una entrañable relación. Su contenido es una suma de anécdotas de más de medio siglo de vida profesional, para hacer algo más que erudición.” Otra obra de referencia es Médicos uruguayos ejemplares, publicada en 2006, con Antonio L. Turnes. Fernando Mañé Garzón falleció el 24 de enero de 2019, en su casa del barrio Jacinto Vera de Montevideo, un día antes de cumplir noventa y cuatro años.

Sobre la base del artículo "La memoria de un pediatra", publicado en El País Cultural (Montevideo, 22 de febrero de 2008)
http://www.elpais.com.uy/Suple/Cultural/08/02/22/cultural_331229.asp

¿Por qué es tan notoria la presencia de su padre, Alberto Mañé Algorta, en su trabajo y en su obra?
Creo que existe un determinismo especial pues, como dice un amigo, eres médico toda la vida. Mi padre lo fue por un tío muy carismático, Germán Segura Villademoros, que vivió en el siglo XIX. Mi pasión por la historia también está marcada por su iniciativa. Los primeros relatos sobre colegas y hechos memorables los conocí por él y por sus compañeros: José Iraola, Eduardo Blanco Acevedo, Abel Zamora, entre tantos. Papá se recibió en 1909 y fue asistente de la Clínica Terapéutica de Juan Bautista Morelli, en el Hospital Maciel. Fue uno de los primeros cirujanos de tórax y participó en la creación de un fecundo campo quirúrgico en tuberculosis pulmonar, en Uruguay y América de Sur. En 1912, el presidente José Batlle y Ordóñez lo designó jefe de cirujanos de Sanidad Militar y posteriormente director del Hospital. Después fue diputado en las legislaturas de 1919-1923 y 1927-1931, por la fracción colorada de Julio María Sosa, más conocida como sosismo, disidente del batllismo junto al vierismo y al riverismo. Desde allí promovió la candidatura de Gabriel Terra. Su aporte fue decisivo para que ganara las elecciones y asumiera el 1 de marzo de 1931. Terra, que solía hablar en broma, en su discurso de toma de mando dijo: “Alberto usted tiene que ser ministro de Guerra y Marina porque le auscultó el corazón a todos los generales”. El 13 de febrero de 1933 pasó al Ministerio de Relaciones Exteriores. En esa época no había embajada, pero fue jefe de la representación diplomática en París y ante la Sociedad de las Naciones en Ginebra. Viví con la familia hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Allí hice mis estudios secundarios y, quizá, por eso soy medio afrancesado. Terminé el bachillerato en Montevideo, ingresé a la Facultad en 1946 y egresé en 1954. En realidad hice dos carreras paralelas: Ciencias Biológicas y Medicina. Fui profesor e investigador titular de Invertebrados, a partir de una experiencia con Clemente Estable. Me apasioné por la investigación con Francisco A. Sáez y con Ergasto H. Cordero, un biólogo formado en Alemania, discípulo de Hans Spemann, el gran premio Nóbel.

¿A quiénes recuerda de sus docentes médicos?
En las materias básicas al histólogo Washington Buño, que fue además un gran historiador. En las ciencias clínicas a Juan Carlos Plá, a Pablo Purriel y a Juan Carlos Del Campo. Pero mi gran maestro fue José María Portillo, a quien quiero entrañablemente, aunque, ¡por su culpa no soy el decano de los pediatras uruguayos! Mi querido profesor cumplió 97 años el 7 de febrero, y está muy bien. Portillo se formó con (José) Bonaba y (Conrado) Pelfort, ambos discípulos de (Luís) Morquio. La cadena de su escuela podría ser: Bonaba, Pelfort, Portillo y ¡el burro por último! La otra línea, digamos más europea era la de Ramón Guerra y Euclides Peluffo, formados por otro pediatra excepcional: Salvador Burghi.

Morquio fue célebre por sus diagnósticos clínicos.
Era un italiano grandote con aspecto de montañés. La gente decía que era bruto, pero de bruto no tenía nada. Era un genio, de gran talento para la observación, con certera semiología, que descubrió enfermedades. Dos llevan su nombre: una cardiaca de 1901 y otra de los huesos de 1929, ambas aún reconocidas. En la primera mitad del siglo pasado, la medicina uruguaya tuvo tres líderes. Morquio fue pionero de la pediatría social. Su trabajo, sus enseñanzas y sus reflexiones inspiraron, en 1927, la creación del Instituto Interamericano del Niño. El segundo fue Augusto Turenne, ginecólogo y obstetra, que publicó el primer libro en el mundo sobre obstetricia social en 1916. Como dice mi querido amigo y colaborador Ricardo Pou Ferrari, era un individuo fascinante y controvertido, polemista, historiador, artista y gremialista, fue fundador del Sindicato Médico del Uruguay. Turenne era un líder de la reflexión bioética. En su tiempo fue acusado de defender el aborto libre, una injusticia, porque siempre puso énfasis en el derecho vital del feto. Pero, si una paciente lo planteaba “no por mera comodidad o egoísmo”, y si mediaban argumentos eugenésicos, consideraba que la interrupción médica del embarazo no era un delito. ¡Qué tema tan actual, tratado hace 75 años! El tercero fue Américo Ricaldoni, con un perfil más universitario. En 1928 creó el primer Instituto de Neurología de las Américas, con su querido discípulo Juan Carlos Plá. Un documentado cáncer del vértice de pulmón se llama Ricaldoni. Los tres nacieron en la década de 1870, cuando comenzaba una etapa clave para la medicina uruguaya. Fueron grandes porque sustentaron su inmenso saber y su buena praxis en la promoción de los derechos del paciente y en la buena clínica. Observar, escuchar, examinar, descubrir signos y síntomas que se relacionan con el espíritu. Así se minimizan los riesgos de error. Paradójicamente, el buen clínico es aquel que firma el certificado de defunción de su paciente, porque lo vio, lo atendió e hizo todo para salvarlo.
¿Por qué optó por la pediatría?
Me gustó desde que fui interno, aquella institución maravillosa que cumplíamos entre cuarto y quinto de Facultad. ¡Qué concursos, que profesores y qué esfuerzo: ocho horas por día! Me cautivó la asistencia del recién nacido. Gané un concurso como profesor agregado de Neonatología con Juan José Crottogini, un maestro entrañable, con profundo sentido social. Hice toda la carrera docente con Portillo y fui su sustituto como grado 5 del Instituto de Pediatría. En París fui alumno del clínico Robert Debré, así se llama el gran hospital de niños de Francia. Fueron años increíbles, con un paso por Zurich, junto al profesor suizo Guido Fanconi. Volví en 1956 para dedicarme a lo que me viniera. Fui jefe de Pediatría del Casmu, y pase por casi todas las instituciones mutuales. Yo le debo lo que soy a mis pacientes y a mis discípulos. Por ellos trabajé tanto, que pude llevar una vida de rico. ¡Sin serlo!

¿Qué prefería: asistir, investigar o enseñar?
Fui bastante parejo. De maestros como Portillo, Peluffo o Hermógenes Álvarez, aprendí que la primera labor es asistir bien. Fui médico del Asistencia Pública Externa, en aquellas ambulancias blancas que tenían una sirena grande en el techo. Los más veteranos saben de qué hablo. La base quedaba en Fernández Crespo y Paysandú, y desde allí hacíamos llamados a domicilio. Era algo muy lindo, porque nos ponía frente situaciones límite, y había que salvarle la vida a un niño cada noche. Era medicina de urgencia pura; por eso firmé tantos certificados de defunción, muchos a las tres de la mañana. Pero preferí el BPS, al que considero de los mejores servicios del país. Comencé en el Sanatorio Pacheco de Agraciada y Asencio, también estuve en el Canzani. Pasé por todas las policlínicas montevideanas e iba al interior de consulta. Soy un defensor incondicional de Asignaciones Familiares, porque tiene buenos recursos para la prevención y los médicos están muy bien empleados. Ahora quieren juntarlo con el Ministerio de Salud Pública. El otro día le pedí a un director ¡que no se juntara con ese socio pobre!

¿Sigue produciendo literatura científica?
Me apasiona la investigación de enfermedades genéticas. En el último número de la Revista de Pediatría, aparece mi trabajo sobre un caso muy raro de un recién nacido que no respiraba a causa de una hipoventilación congénita central, más conocido como Maldición de Ondina. Un padecimiento incurable porque el individuo carece de automatismo respiratorio, pues se encuentra inhibida la región cerebral que controla esa función. No es capaz de respirar por sí mismo, especialmente mientras duerme. Se le compara con una leyenda de la ninfa de agua que se enamora de un mortal que luego le es infiel y que ella condena a no dormir. El niño vivió ocho meses, porque estaba muy bien atendido por Gastón Lieutier. Pero dependía de un respirador, y así aparecieron las enfermedades oportunistas.

¿La Facultad de Medicina perdió su calidad?
No forma malos médicos, aunque sufre el gran problema de la masificación. Antes no éramos más de 120 estudiantes, ahora son 1.200. Antes, la mitad abandonaba y quedábamos 50 o 60, una cantidad muy equilibrada. Los profesores eran más jóvenes y le dedicaban más tiempo a la enseñanza. Y en el medio hubo casi doce años de dictadura que todavía se sufren. La intervención fue un intento de coartar del pensamiento médico nacional, que cercenó generaciones y cortó la cadena del conocimiento.

¿El examen de ingreso es una solución?
El profesor Julio García Otero era decano de la Facultad en la década de 1950, cuando recién comenzaba a vislumbrarse el problema. Solía dar un ejemplo muy ingenioso: “Si usted tiene 100 cabezas y 50 gorros no tiene que cortar 50 cabezas, sino comprar más gorros”. Impedir que los muchachos estudien es un disparate. La intervención fue el mejor ejemplo de que el examen de ingreso no sirve. El problema real es que son insuficientes los docentes y sus sueldos muy bajos. El sistema universitario está resentido por la falta de recursos.

¿Qué le atrajo de la historia, una disciplina, en apariencia tan lejana de la medicina?
Me pasé la vida tomando apuntes de personas, hechos e instituciones, atesorando bibliografía de difícil conservación. Siempre se lo digo a mis alumnos: la mejor forma de hacer ciencia es conociendo su historia, porque la memoria es una actividad mental imprescindible y un derecho humano. Mi primer trabajo fue sobre Pedro Visca. Un hombre muy ajustado a su tiempo, formado como interno en los mayores hospitales de París. De allí trajo un concepto de medicina clínica y una preocupación social. Fue organizador del Primer Congreso Sanitario Internacional Panamericano en 1873. Formó a Morquio, Ricaldoni, Turenne, al notable Morelli, a Paulina Luisi, la primera mujer que se tituló en la Facultad. A mitad de camino de ambas generaciones se sumó Francisco Soca, aunque lateralmente. Soca fue un gran talento, pero su compromiso político le hizo tener menos gravitación. Empezó siendo pediatra y después médico general. Un hombre de gran prestigio, que aprovechó como senador colorado, bastante rival de Batlle. Hizo una gran fortuna como clínico. Su hija Susana, la escritora, aún es famosa en París, aunque tiene mucha obra en español. Borges escribió un finísimo soneto sobre ella. Y qué decir del trágico final de su vida: “Dioses que moran más allá del ruego / la entregaron a ese tigre ¡el fuego!”

¿Cuándo comenzó la medicina en la Banda Oriental?
El primer médico llegó en 1730: el español Francisco Mario o Marius. No era hombre de academia, más bien seglar. En su etapa colonial Montevideo fue el Apostadero Naval del Atlántico Sur, que formaba a los sanitarios militares. Luego vino el irlandés Ogorman, a quien le sacaron la O y quedó Gorman. La sede del promotedicato estaba en Buenos Aires pero el mayor trabajo lo tenían acá. Fuera de allí no había asistencia médica, solo curanderos. Hasta la revolución artiguista y la independencia, los pobres paisanos solo eran vistos por curanderos. Luego hubo cierta asistencia civil con profesionales de buena formación: Francisco Giró, García Salazar, Gutiérrez Moreno...

¿Cómo era la salud de esa época?
Hasta finales del siglo XIX hubo solo siete remedios. Primero el opio, el mejor de todos, porque calma el dolor. Segundo el hierro, que se aplicaba en forma de limadura, muchas veces mal. Era muy efectivo en las anemias. Cuando una mujer tenía pérdidas genitales, se reponía con hierro. Tercera la quinina, contra la malaria y el paludismo. Una sustancia natural, que se sigue usando, sacada de la corteza de un árbol. Cuarta la digital, descubierta por un inglés: Whitering. Cuando el paciente tenía edemas por problemas cardiacos, le indicaban un té de esa flor purpúrea traída de Europa. La quinta fue la vacuna antivariólica, el primer preventivo. Fue descubierta en 1799 por Edward Jenner, viendo que los ordeñadores se inmunizaban cuando se lastimaban con la viruela de la vaca. De allí sale el término vacuna. Entre 1800 y 1900 aparecieron solo tres medicinas más. La más famosa, la vacuna de Pasteur contra la rabia, luego fue descubierto el uso de una glándula tiroidea que también se sacaba de la vaca. Su extracto era indicado a los pacientes con hipotiroidismo, que como un milagro se curaban. Después vino el suero antidiftérico, para tratar aquellas terribles epidemias. Más adelante se conoció la aspirina, que solamente aplacaba el dolor y la fiebre. Pero, tomaba la pastillita y tenía la sensación de que se curaba. Entre 1900 a 1950 tampoco hubo muchos hallazgos. En 1922 fue la insulina, que permitió salvar la vida a tantos diabéticos. En 1945 la penicilina, el invento de los inventos, que permitió curar infecciones, sobre todo la sífilis. Enseguida apareció la estreptomicina, muy eficaz en la tuberculosis y, en 1951, la isoniacida que culmina el tratamiento. Desde entonces, la medicalización moderna, que es avasallante, está condicionada por el avance de la química y lo que es lamentable, por el afán de lucro. Es un tema complicado. El negocio de las drogas médicas es similar a las ilegales o al tráfico de armas.

¿Por qué el médico ejerce tanto poder social?
Hay que aclarar algunos mitos. Hay un libro de un querido amigo, que aprecio mucho: José Pedro Barrán. Un gran historiador, muy erudito, que nos critica especialmente, tanto, que Crottogini, que era tan medido, estaba indignado. Barrán fue muy mal asesorado sobre la profesión. Yo se lo dije. El período que analiza, las décadas de 1900 a 1930, fue de imposición médica, es cierto, pero tengo la impresión que erró en la interpretación. Los médicos propusimos unidades coercitivas, es verdad, pero avaladas por leyes democráticas.

Ahora también se imponen, vea el caso de los fumadores.
Yo estoy de acuerdo con la campaña contra el tabaquismo y el decreto de prohibición de fumar. Para algunos será una imposición del poder médico, pero el presidente Tabaré Vázquez tiene razón. Si no se entiende que el cigarrillo provoca cáncer y mata, al que fuma y al que no fuma, entonces, hay que ejercer cierta presión para que baje el consumo. Una forma de hacer prevención de la salud es imponer una necesidad preventiva.

¿Es posible una descripción histórica de ese poder?
Atravesó tres períodos bien marcados. El primero, hasta fines del siglo XVIII, cuando era dependiente. El médico hacía lo que le ordenaba el rey, el clero, el municipio y la gente rica. Si se adaptaba muy bien, si se apartaba le iba muy mal. Después, en casi todo el siglo XIX, llegó la medicina anatomoclínica, con la cirugía como eje. La profesión se liberó y ejerció su propia identidad. Hizo del hospital su reducto, con la famosa frase “paseme el bisturí” como símbolo de su poder. También fue importante la creación de las academias, la literatura y las revistas científicas. El médico mandaba en el hospital, decía y escribía lo que quería. Y nadie podía refutarlo. En el siglo pasado ese poder pasó a ser compartido con la sociedad. Yo médico tomaba decisiones sobre usted, pero también tenía responsabilidades. Y usted me reclamaba. Entonces comenzó a funcionar un convenio implícito, no firmado, hasta que se pasó a un período de disputa con la sociedad. Así llegó la judicialización de la medicina. Es un fenómeno que se puede ver cada día: las tarjetitas de abogados que recorren las salas de espera de los CTI. Todo lo que dice el médico está en tela de juicio.

Usted lo plantea como un enfrentamiento ¿inevitable?
Creo que es evitable, pero, cada vez se desvirtúa más la relación médico–paciente. Escribí un artículo que resume el problema, lo titulé: El síndrome Le-pedí Lo-pasé. Es el caso del colega que tiene a todo perfectamente anotado en las historias sin más datos que los exámenes indicados. Es el mismo que no da un paso sin consentimiento firmado. Ambas son herramientas de medicina defensiva. ¿Qué indica el buen ejercicio? Que el médico debiera aconsejar, dentro de un esquema de confianza recíproca y de compromiso con el paciente. Pero esa confianza está mal herida y se transforma en desconfianza recíproca. ¿Qué hace ahora? Asesora. Le informa lo que tiene, en base a exámenes paraclínicos, pero no se compromete con su salud. Entonces, con toda una batería de papeles le dice: usted tiene diez por ciento de probabilidades de curarse. Es muy duro, pero lo libera de toda responsabilidad. ¿Lo hace por qué no le interesa comprometerse? Me imagino que no, pero la circunstancia se lo exige.

¿Por qué la Sociedad de Historia de la Medicina nació antes que la cátedra de Facultad?
En ese desfasaje influyó la dictadura. La Sociedad existe desde 1971. Éramos poquitos. Washington Buño, Ruben Gorlero Bacigalupi, Héctor Brazeiro, Fernando Herrera Ramos, Augusto Soiza, espero no olvidarme de ninguno. Nuestra idea fue crear un ambiente de estudio e investigación más que de extensión cultural. Allí promovemos trabajos científicos y publicamos las sesiones. Ya llevamos 25 tomos. La cátedra comenzó un poquito antes del cese de la intervención, porque me llevaba bien con Eduardo Anavitarte el último interventor. Pero se puso en funcionamiento con el retorno del decano legítimo, Pablo Carlevaro, en marzo de 1985. Tenía como ayudante, lo tengo todavía, a Juan Ignacio Gil y ahora a Sandra Burgues. Empezamos con un curso desde la medicina primitiva a la actual: conceptos, personas, instituciones. Hoy tenemos dos ciclos, cada uno de 16 clases, el primero de historia universal y el segundo de historia nacional.

¿Cómo escribe sus libros?
Todos a mano, porque no toco la computadora. Voy haciendo una edición, como si se tratara de un puzzle, recortando y pegando, cambiando el orden de las frases. Mis originales son un rejunte de pequeñas hojitas pegadas y muchas correcciones y vueltas a corregir. Luego lo pasa mi secretaria a la computadora, sacamos una impresión, que es a su vez corregida. Cada capítulo tiene, por lo menos, cinco o seis correcciones en papel, antes de ir a la imprenta. Ni siquiera utilizo la máquina de escribir. Siempre hay que compararse con alguien importante, por lo menos como motivación personal. Balzac escribía una novela en hojas grandes con márgenes muy amplios. Lo pude ver en Francia en una exposición de sus manuscritos. Sus originales quedaban como una especie de telaraña, con el textito inicial en el medio de la hoja y alrededor todas las correcciones y agregados. Eso después iba a la imprenta, volvía a Balzac y lo volvía a corregir. Con ese proceso, tan extraño y complejo, llegaba a más de 300 páginas.

¿Usted es un científico profesional y un historiador aficionado?
Me considero un historiador con una experiencia considerable en investigación biológica y médica. ¡No soy un recién llegado! Cuando era joven publicaba artículos en Ciencia e Investigación, una revista argentina dirigida por Bernardo H. Houssay, el recordado premio Nóbel. Siento una profunda admiración por la academia: Juan Oddone, Blanca Paris, Carlos Zubillaga o Barrán. Pero mis maestros fueron Ergasto Cordero, Juan Pivel Devoto y Arturo Ardao. A ellos les debo mi formación. Pivel fue un amigo entrañable, que me estimulaba y enseñaba con el ejemplo. Era muy temperamental, y yo calladito lo escuchaba y aceptaba los consejos o le daba mi punto de vista si discordaba. Teníamos muchos intereses en común, pero, en definitiva, yo era un bicho raro que venía de otro ámbito. Juan era un bibliófilo, siempre generoso, que me traía folletos y manuscritos muy valiosos. Me regaló los documentos de (Teodoro) Vilardebó, el primer médico uruguayo. Siempre estaba preocupado por mis proyectos. Nos reuníamos desde la década de 1940, pero la época más valiosa fue durante la dictadura, cuando iba los sábados a su casa de Ellauri. Llegaba a las seis de la tarde y volvía a las dos de la mañana. No le ponía grabador, pero tomaba nota. Yo guardo esos apuntes como un tesoro. Porque, además, era una forma muy digna de resistir. Detrás de la historia siempre venían tertulias en las que imaginábamos al país democrático. Tengo adelantado un ensayo sobre nuestra relación.

¿Y con Ardao?
Arturo era un hombre de ideas modernas, amigo de (Carlos) Quijano. Me siento su discípulo, y espero que nadie se enoje. Recibí su influencia desde la enseñanza secundaria. Era tanta mi atención en sus clases de Filosofía, que me puso los únicos sobresalientes. Y fuimos tan amigos que lo asistí cuando murió. Ardao fue un individuo seductor. Me halagaba que un intelectual fuera de serie dijera que yo era un verdadero historiador de la ciencia, con mi vocación y mi dedicación. ¡Y le creí!

¿Cómo se lleva con Barrán?
Lo admiro con sinceridad, pero, la mayoría de sus libros son de muy difícil cita, porque no tienen índice onomástico. Hay que releerlos enteros para poder citarlos. Uno de los últimos, me lo mandó dedicado: “¡Vea que tiene índice onomástico así no me rezonga!”.

Sin palabras
Juan Bautista Morelli fue el mayor especialista uruguayo en tuberculosis, cuando ese mal mataba a la gente. Fue quien introdujo la técnica del neumotórax artificial, descubierto por el italiano Carlo Fornalini. El único tratamiento efectivo antes de los antibióticos. Morelli era muy blanco, y estaba enemistado con Batlle, quien lo mandó a la Isla de Flores por la guerra de 1904. En el segundo mandato de Don Pepe, enfermó su adorada hija Ana Amalia. El presidente lo intentó todo para evitar al rival, pero no hubo caso, la chica tenía unas cavernas muy feas y se agravaba. Una tarde fue a buscarlo a su casa de Canelones y Julio Herrera y Obes, donde hoy está Educación Física. El eminente profesor le respondió como se hacía en aquella época: El médico y el hombre están a sus órdenes. Viajaron juntos a la quinta de Piedras Blancas, en el coche de caballos de Batlle. Sin hablarse. Finalmente, a pesar del esfuerzo de Morelli y de mi padre, que la atendía, Ana Amalia murió en 1913.”

Elemental
Mañé Garzón fue llamado una mañana por su colega Ángel Boksembaum, para ver a un niño de cuatro años, que la noche anterior había padecido un sueño incontenible. En su historia constaba la consulta a un neurólogo infantil, que le diagnosticó narcolepsia y le indicó un tratamiento con anfetaminas. Cuando Mañé llegó, el niño estaba sentado en la cama, recuperado y muy bien de salud. “Pero lo interesante a observar era su madre. Una mujer de unos treinta años, muy bien compuesta e insinuante, que calzaba un vestido negro muy ajustado”. Mañé dio su primera opinión clínica cuando quedó a solas con Boksembaum: “Creo que hay que pensar en que está recibiendo una droga hipnótica, por lo que sugiero el envío de una muestra de orina al Centro de Toxicología”. A la tarde, recibió un informe que señalaba abundante presencia de benzodiazepina. Enterada la familia, hubo una reacción enfurecida del padre. ¿Contra quién? Contra una joven que cuidaba al niño, a la que iba a denunciar a la policía. Sin embargo, la hipótesis de Mañé era otra, confirmada en un segundo interrogatorio clínico. El padre era viajante de comercio. En sus giras al interior, la madre, hermosa femme fatal, recibía al amante. “Como el niño era muy vivaz y hablaba todo, le administraba dosis variadas de droga, según el programa que iba a tener con su novio. Pero, luego, como no podía despertarlo, se angustiaba y corría a internarlo”.

Mentira verdadera
El psiquiatra Mario Berta suele contar el caso de una paciente cuya discapacidad intelectual le provocaba una fuerte angustia a su madre. Una tarde ambas fueron a la consulta de Mañé, que les entregó un diagnóstico que terminaba así: “Niña totalmente normal”. Años después la mujer le confesó a Berta que esa frase le provocaba bienestar. “A la chica no podía mejorarla porque era una discapacidad irreversible, pero, intenté mejorar la calidad de vida de la madre. Le mentí, pero la señora guarda en su mesa de luz la receta firmada”, recuerda con afecto el pediatra.

Nada por aquí
Una anécdota pinta al genial Luís Morquio. Una madre, muy aprensiva, insistía con que su niño estaba enfermo. Hasta que el maestro se cansó y le respondió con aquél vozarrón: ¡Ahora, hágale nada! Una indicación muy sana del pediatra a la mamá que se pone pegajosa. Cuando venía una señora y me preguntaba: ¿El nene no está muy desabrigado? Siempre le respondía como Morquio. ¿Usted tiene frío? Si usted no tiene frío, el nene tampoco. ¡Sáquele la ropa!”

No se crea
Cuando mi padre volvió de Europa, en 1912, trató a la hija de su antiguo profesor Bernardo Etchepare –fundador de la psiquiatría en Uruguay– que había hecho una tifoidea. Etchepare confiaba en él, pero llamó al sabio Américo Ricaldoni como consultante. La tifoidea tiene etapas. Una primera de fiebre muy alta. Cuando empezaban a mejorar los síntomas, se decía que mataba. Y era verdad. La chica estaba en la etapa de mejoría aparente. Mi padre, de treinta y pocos años, todavía sin experiencia clínica, se apuró a opinar que la muchacha estaba en franca recuperación. Ricaldoni le contestó con su gesto vivaz, aunque serio: No se crea joven, una tifoidea es siempre grave. La joven finalmente se salvó. Era Cecilia Etchepare, madre de la esposa de Mario Heber, asesinada en dictadura con el vino envenenado. Yo atendí a sus hijos.”

Mañé y Garzón
No puedo comprobar mi parentesco con Teresa Mañé, esposa de Federico Montseny y madre de Federica, la ministra anarquista de Salud de la Segunda República Española. Un cuento de Pio Baroja se refiere a Pau Mañé, un impulsivo carlista. En Cataluña todos los Mañé tienen relación. Teresa ya era Mañé, que es una españolización de Manye, porque la eñe no existe en catalán. Siempre me sentí un libertario, una ideología que comparto con mi amigo Carlevaro, aunque nunca tuve militancia. Siempre sentí una especial admiración por Carlos Fosalba, Virgilio Bottero y José Bebe Gomensoro, notables médicos y anarcosindicalistas. Como para compensar, también soy descendiente del general Eugenio Garzón, que fuera oficial de San Martín, capitán de Bolívar, coronel de Alvear en Ituzaingó, y que acampado en el Pantanoso contribuyó al fin de la Guerra Grande.”

jueves, 21 de febrero de 2008

Clemente Barrial Posada, geólogo, ingeniero, arqueólogo, creador de la represa de Cuñapirú

La traición del oro

Clemente Barrial Posada, 
pionero de la fiebre
del oro de Cuñapirú.
(El Día Dominical, 1961)
El aventurero y emprendedor español descubrió las primeras pictografías de América del Sur, entre los departamentos uruguayos de San José, Flores y Florida, y  fue pionero de un fenómeno económico sin parangón en el Río de la Plata y América Latina: el oro de Cuñapirú, explotado entre mediados y fines del siglo XIX en el actual departamento de Rivera. 

Sobre la base de la quinta Crónica del libro Héroes sin bronce (editorial Trea, Gijón, España, Diciembre de 2005). 

Para los fatalistas el mundo está dominado por la casualidad. Son aquellos que suelen dejar las decisiones más importantes de su vida, libradas al acaso. También están los que se atreven a cambiar dos letras. Son quienes sustentan sus logros en la inteligencia y la creatividad. La vida de Clemente Barrial Posada, asturiano o cántabro, siempre estuvo señalada por su genio y su locura. Podría parecerlo, a simple vista, pero no fue casual su pobre y olvidado final. Sufrió cruel persecución y sorda derrota, en desigual lucha contra dictadores, multinacionales y burócratas venales. Todo por "El Dorado" oriental. Tampoco fue casual que un coterráneo encontrara su huella en la "Ruta del Oro" riverense, a orillas del  río Cuñapirú,  escenario de la mayor explotación minera de dos siglos. El emocionante encuentro fue poco antes de cumplirse un siglo de su muerte. Porque nada es mejor que un paisano dispuesto a liberar a otro, del injusto exilio de la desmemoria. Por pura causalidad.

La llegada a Cuñapirú, Rivera, 2001.
(Miguel Álvarez Areces)
15 de abril de 2001. El primer lunes después de Semana Santa, un prestigioso experto gijonés en preservación patrimonial, estaba de paso por Minas de Corrales. Una perdida localidad del lejano norte uruguayo, en la frontera con Brasil. El punto no era el más atractivo para el turismo, pero alguien muy cercano, sabiendo su interés profesional, lo invitó a conocer las ruinas del establecimiento minero de Cuñapirú. Como al pasar, le contó la historia de un ingeniero español que había trabajado allí, durante casi tres décadas, cuando la «fiebre del oro».
Mucho más que simple compatriota, tamaño personaje era paisano del sorprendido arqueólogo industrial. Maravillado por el valor de aquellos esqueletos urbanísticos, buscó más información sobre ese talento inusual; responsable de un fenómeno sin antecedentes en la historia económica oriental. Primero pensó en la graciosa casualidad, que significaba conocer una obra prácticamente ignorada en su tierra. Enseguida, tomó conciencia de su error. Estaba en el lugar apropiado, en el momento justo. Causalmente.
Cerro Cuñapirú.
(Archivo INCUNA)
Como buen astur, el visitante mucho sabía de minería. Pero, poco del personaje en cuestión. Tenía algo leído sobre sus aventuras. Casi nada, comparado con la impactante realidad que entonces palpaba.
Tras ese primer contacto, buscó el apoyo de historiadores del departamento de Rivera, donde están los restos de la otrora monumental mina, antiguo orgullo de la región. Pasó horas en bibliotecas y archivos y, por supuesto, volvió para sacar muchas fotos.
De vuelta en casa, buscó todo el material existente en su ámbito académico y periodístico. Un nuevo dato lo sacó de toda duda. En poco tiempo, se cumpliría un siglo de la muerte de aquel olvidado emprendedor. Definitivo. El viaje nada tenía de casualidad.
Desde ese momento, comenzó a escribir sobre un coterráneo que marcó época en el Uruguay. Puso toda su experiencia para difundir un modélico sistema de trabajo, basado en innovación tecnológica y creatividad. Su objetivo: el rescate de una inmensa memoria olvidada.
«Material maleable el oro.» Pensó el gijonés antes de terminar su primer artículo. Por su mente pasaban miles de imágenes de la increíble Cuñapirú; fantasmal signo de un pasado de fama, gloria y mucho dinero. Tenía toda la razón. Sinónimo de riqueza y poder, el deseado metal se parece demasiado al mito que lo rodea. Muy apreciado, pero también muy inestable.

El dorado riverense
Vestigios de la antigua represa, 2001.
(Miguel Álvarez Areces)
Clemente Barrial Posada nació en 1842, en Brez, que puede ser en el concejo asturiano de Taramundi o en la vecina Cantabria, aunque de notoria influencia astur. «Alonso González de Mogrovejo» –como en ocasiones llegó a firmar– era de hogar de noble familia. A los diez años, ingresó en el seminario de San Marcos en León, y a los catorce se fue a Sevilla para cursar el bachillerato, previo a la carrera de ingeniero en un equivalente a las actuales facultades. Aunque no era una Escuela Superior de Minas.
«Fueron sus maestros dilectos Joaquín Ezquerra del Bayo, el ingeniero José Naranjo y Garza, el químico Fernando Santos de Castro, Charles Lyell Quatrefages y muy especialmente, el catedrático de geología y paleontología, Juan Vilanova y Piera.» Evoca el historiador José Luis Pérez de Castro.
Perfeccionó sus estudios en París e ingresó a una comisión científica española, que debía dar la vuelta al mundo. En 1862, cruzó el Atlántico, observó el Cabo de Buena Esperanza y navegó el Índico. Al año siguiente, desembarcó en el Caribe venezolano, de camino a Caracas, Santa Fe de Bogotá y Quito. El periplo se interrumpió en Lima, a mediados de 1864, cuando se vio envuelto en un indeseado clima de agresividad que asolaba a las jóvenes naciones del Pacífico sudamericano. Rápidamente, regresó a casa.
Viviendas obreras, c. 1950.
(Archivo INCUNA)
Ese mismo año, fue comisionado por el gobierno español para estudios paleontológicos en Brasil, Uruguay y Argentina. Luego de desembarcar en Recife, recorrió la costa desde Bahía a Porto Alegre. Desde la capital de Río Grande do Sul emprendió un accidentado viaje a la oriental Tacuarembó. Tras unos días en Montevideo, cruzó a Buenos Aires, y se dirigió a Jujuy. Un recorrido de 4.300 kilómetros, en el que arriesgó temerariamente la vida.
Luego realiz un extenso itinerario por la Guayana, colonial reserva aurífera. Remontó los poderosos Amazonas y Orinoco. Pasó por la brasileña Manáos, tentado por la «fiebre del caucho», la venezolana Maracaibo y la peruana Iquitos, con el deseo de retornar a Lima. Allí encontró la misma beligerancia que años antes, ahora, en aprontes para la sangrienta Guerra del Pacífico. Realizó una interesante prospección minera en el extenso altiplano. Un prometedor territorio platífero y cuprífero, discutido por la Argentina y Bolivia. Evitando hostilidades, bajó por los Andes, hasta la Tierra del Fuego. Regresó por la Patagonia argentina, La Pampa, Mendoza, San Luis, Rosario y Buenos Aires.
Finalizado el viaje de estudios, se radicó en Uruguay, atraído por la buena perspectiva que presentaba la salvaje riqueza de Tacuarembó. Su domicilio legal era el montevideano Gran Hotel Central, de 25 de Mayo 247. Allí se relacionó con el maestro catalán Pedro Giralt y comenzó sus investigaciones sobre la geología y riqueza mineral del norte.
«Esta Banda Oriental descubierta por los españoles en 1516, estaba poblada en aquella época de conquista por unos pocos miles de indígenas, dedicados a la caza, canoeros y pescadores. La llegada del ganado vacuno y caballar transformó su hábitat, incrementó la demografía con personas de distintas y distantes latitudes y trastocó las costumbres de sus primeros pobladores. Diezmados por la viruela y la persecución de los hombres blancos, unos pocos se convirtieron en jinetes consumados. La tradición historiográfica afirma que en 1831 desaparecieron los bravos charrúas. Tres décadas más tarde, esta tierra la hace suya un ciudadano del mundo. Barrial consagró sus conocimientos científicos y su fortuna personal a la aplicación en distintas empresas de minería.» Así lo presentaba el arqueólogo industrial que ha recuperado su memoria.
Máquinas conservadas, tesoros
 del patrimonio industrial.
(Archivo INCUNA)
Previo a su arribo, la búsqueda de minerales se efectuaba rudimentariamente a cargo de cateadores solitarios. El asturiano reconoció rápidamente el valor del terreno que pisaba. «Fue el más grande impulsor de la industria minera uruguaya de ese tiempo, y, viéndolo en perspectiva, impulsor de un fenómeno económico sin igual.» Afirmaba el historiador Aníbal Barrios Pintos, autor de la obra de referencia, Rivera: una historia diferente.
Barrial dejó su impronta de geólogo, empresario, inventor y organizador social en tierras americanas. Las huellas de su obra subsisten, todavía, como vestigios de memoria colectiva; en Rivera, Minas de Corrales, Tacuarembó, Montevideo y otras regiones argentinas y brasileñas.
Como emblemático ejemplo de su genio, permanece la usina y represa de Cuñapirú –la primera hidráulica de América Latina– con sus edificios sociales e industriales, restos de maquinaria y viviendas obreras. Se trata, sin dudas, de un signo de organización social y de testimonio y legado material. Sus ruinas son monumentos en honor a la vida humana, la memoria laboral y la creatividad. Constituyen una seña de identidad del olvidado territorio y de su gente, postergada y empobrecida.
Cuñapirú en el horizonte, 2001.
(Miguel Álvarez Areces)
«Pensando en contradicciones del destino y curiosidades de la historia, quiero resaltar que no lejos de su lugar de nacimiento, aunque probablemente nunca fuese conocido por él, se encuentran las antiguas explotaciones mineras de beneficio del oro, puestas en marcha por los romanos: Navelgas, Salave, Belmonte, Puerto del Palo. La ruina montium demuestra que se aplicó la fuerza del agua para desplazar cientos de toneladas de tierra en busca del preciado mineral. Fue una agresión del hombre a la naturaleza, que permaneció allí por siglos. Actualmente, el paisaje y la naturaleza vuelven a representar una panorámica de belleza incomparable devolviendo a los cráteres, montañas erosionadas, manantiales que dejaron de encauzar su agua, tierras rojas con unas insinuantes y sugerentes formas que invitan a repensar la vida y la historia.» Reflexionaba el mismo investigador gijonés, que nunca deja de volver a Cuñapirú.
En carta al rey Felipe V, desde Colonia del Sacramento, el capitán Blas Zapata señalaba: «En la banda oriental del río hay minerales de oro, pero difíciles de obtener sin que los indios los descubrieran.» Era el lejano noviembre de 1715, se refería a la actual República Oriental del Uruguay. Los conquistadores –aguerridos pero de conocimientos muy limitados– no comprendían el valor de aquel tesoro que llamaban «hierro colorado».
El sueño de los europeos, era alimentado por el mito del hombre «Dorado», insólita costumbre de los primitivos habitantes de la aldea de Guaravista en las montañas de Nueva Granada, actual territorio colombiano. Casi dos siglos después, la difícil extracción del precioso metal desafiaba la infinita capacidad de invención de Barrial Posada.

El brillo no es todo
Moliendas de oro, piedra y sangre, c. 1890.
(Museo Municipal de Rivera)
Por un insólito accidente de carreta, una banda de músicos alemanes descubrió el primer yacimiento de amatistas, la mayor riqueza del norteño departamento de Artigas. Por un ataque de bandoleros contra un peón rural, quedó marcada la presencia minera en Rivera. «Aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que el oro estaba esparcido por el suelo.» Afirma la historiadora riverense Selva Chirico
La génesis tuvo mucho de tropezón cinematográfico, síntesis casi perfecta de equívoco y fortuna. Las raíces se hunden en la dominación luso-brasileña de la derrotada Provincia Oriental artiguista.
En 1820, el peón riograndense José Suárez –despedido de los yacimientos auríferos de Camacuá– cuidaba ganado en los cerros de Cuñapirú. Cuenta la leyenda, que escondía «pepitas» recogidas a orilla de los arroyos. Tenía una vida solitaria y tranquila, hasta que cierta noche, llegaron delincuentes a su casa. Le revolvieron el rancho y le dieron una paliza.
En la lucha, uno de los asaltantes rompió una botella. Con tanta mala suerte, que resbaló a causa de unas piedritas que cayeron al piso. Aún así, la banda fugó con un botín que, visto en perspectiva, podría considerarse magro: un recado, dos aperos y el caballo del pobre Suárez.
La represa a pleno, c. 1920.
(Museo Municipal de Rivera)
Malherido en su físico y en su honor, el peón fue a buscar auxilio al caserío de Corrales. Ni bien ingresaron a la pieza principal, los solidarios vecinos vieron cientos de trocitos de oro esparcidos. No lo podían creer. Desde ese mágico momento, se corrió la voz. Tanto que comenzaron a llegar aventureros de todas partes, llamados por cuentos fabulosos sobre vetas infinitas.
Muchos intentaron hacerse ricos, a pico y pala. Con buen ojo y el brazo listo para recoger riqueza en el camino, pocos lo lograron. Luego vinieron equipos más tecnificados, poderosas cargas de pólvora, cartuchos de dinamita, zarandas y experiencia. Entre ellos, algunas personalidades de triste recuerdo. El general Gregorio Suárez y el coronel Carlos Escayola, supuesto padre natural de Carlos Gardel.
El 20 de julio de 1852 –recién terminada la Guerra Grande– el empresario llamado Federico Nin Reyes, informó al gobierno sobre la existencia de oro en Cuñapirú y cobre en el salteño Yucujutá. Por decreto, fue declarado primer denunciante de las minas del norte uruguayo. Pero, se necesitaba apoyo humano y material de fuera del país. «Hábiles mineralogistas, máquinas y operarios diestros», según el requerimiento.
Una figura humana permite comparar
la dimensión de la represa de Cuñapirú.
(Eduardo Ramón Palermo)
Reglamentada la propiedad por correspondencia particular, cedió derechos y licencia de explotación a Clemente Barrial Posada. El pionero astur arribó en 1867, para administrar los yacimientos de San Pablo, San Nicolás, San Joaquín, San Andrés, San Antonio, San Rafael, El Oriental, Apolo y El Abundante. El derecho fue reconocido en acto protocolar del 15 de junio de 1881, firmado por el notario Marcelino Díaz y García.
Diseñó el primero proyecto minero, tras la estela dejada por aventureros y garimpeiros. El ingenio de beneficio se instaló en el paraje denominado Tres Pasos. Con una máquina para moler veinte toneladas diarias de mineral, movida por el río Cuñapirú. El cauce era desviado por medio de murallas, que creaban artificialmente el salto de agua que servía de motor. Según El Eco de Tacuarembó, de febrero de 1869, la mina mayor de San Juan «tenía un socavón de seis metros de profundidad por siete de largo y material bueno de oro a la vista».
Galpones mineros, c. 1900.
(Museo Municipal de Rivera
Barrial Posada utilizó un parque de herramientas y maquinarias que conmovió a la somnolienta Minas de Corrales. Imprescindibles para labores de pozos, desmontes y galerías en los filones de cuarzo. Abrió cuarenta bocaminas en los cerros, que explotó a fuerza de pólvora. Desde allí transportaba 400 toneladas a la margen izquierda de la corriente. Una creciente fuera de álveo del río, destruyó una de las murallas e interrumpió la incipiente experiencia. «El audaz ingeniero ocupó a más de 300 obreros. Pero sus empleados no eran mineros, sino gauchos errantes, poco disciplinados para el trabajo; que lo enojaban muchísimo.» El esclarecedor testimonio es recogido por Eduardo Ramón Palermo, en su video De los garimpos a las grandes compañías, realizado en 2002, en Rivera y en la brasileña Santana do Livramento.

La traición del oro

La represa de Cuñapirú y su entorno industrial
merecen un centro de interpretación
cultural y de turismo nacional y regional.
¡Los vecinos riverenses no se rinden!
(Archivo INCUNA)
El 23 de febrero de 1871 descubrió la mina Montevideo de carbón fósil, en el Cerro de los Melones, con nueve especies de minerales. La más llamativa, una veta de hierro carbonatado con un cuarto de manganeso. La Revolución de las Lanzas –liderada por el caudillo blanco Timoteo Aparicio– provocó la suspensión de actividades. Los obreros debieron dispersarse o retornar a sus lugares de origen, Río Grande do Sul, Salto y Montevideo.
Desde ese momento, Barrial centró su esfuerzo en las concesiones de San Pablo, denominada años después Santa Ernestina y San Juan, que explotó hasta 1878. Dirigió trabajos de alto riesgo, solo realizables con recursos de avanzada creatividad tecnológica. Un caso muy conocido en las cátedras de geología y minería fue la experiencia productiva de San Gregorio; propiedad del sanguinario general Suárez, conocido como Goyo Jeta.
Tuvo enemigos muy poderosos, que lo encerraron en un cono de sombra humillante, del que jamás pudo salir. 
El cronista paisano señala: «Una felonía lo desposeyó de los derechos.
La memoria escondida y olvidada.
(Uruguay Vacaciones)
Especuladores desesperados por riqueza fácil –apoyados por el gobierno dictatorial del coronel Lorenzo Latorre– provocaron que su actividad en años siguientes, estuviese centrada en la defensa –judicial y administrativa– de sus propiedades. Presentó informes, documentación técnica e investigaciones geológicas, para reclamar la restitución de lo que había conseguido con tanto esfuerzo y saber. Y dejando tanta salud. La prevaricación y la estulticia de políticos, funcionarios y capitalistas, fue la respuesta a sus justas demandas.»
Sin embargo, prosiguió sus trabajos sin desfallecer. No por casualidad, sino por pura causalidad. Clemente era asturiano. En poco tiempo efectuó importantes hallazgos mineralógicos que lo sitúan como uno de los forjadores del emporio industrial uruguayo.
Por medio de su capataz, Joaquín Oruezábal, envió muestras a la Exposición de París y abundante material documental y planimétrico. Tan detallado informe se vio recompensado por el interés de inversores europeo, que en 1879 creaban la Compañía Francesa de Minas de Oro. Pero, sus expectativas se vieron defraudadas. La multinacional se transformó en una impiadosa maquinaria, tan insaciable como lucrativa. También denunciada, a causa de sucesivos incumplimientos.
Soportó feroces presiones, hasta que, en la práctica, la usina de Cuñapirú quedó en manos francesas. Fue un procedimiento irregular, injusto, inmoral. Pero, en la práctica, era el inicio de un negocio sin parangón y de una irrepetible migración de obreros. Aun existen sepiadas imágenes, de las dos mil carretas que viajaban entre los cerros acarreando piezas de hierro y piedras. Y la desmedida ambición de sus patronos.
Columnas que sostuvieron
una historia sin par.
(Archivo INCUNA)
Una detallada descripción geográfica y técnica, es aportada por el gijonés en su crónica de viaje. «En el departamento de Rivera se encuentra la usina inaugurada en 1881, cerca de Minas de Corrales. Saliendo de la ciudad fronteriza de Rivera –por la ruta 5–, tras circular por una carretera con bellas vistas del campo y sorprendentes lomas cortadas o cerros chatos, con nombres tan sugerentes como Vigilante y Miriñaque. Es la zona conocida como Manuel Díaz. Siguiendo por la ruta 29, tras divisar una señal indicativa doblamos a la búsqueda de Cuñapirú, llegando a lo que fue uno de los más importantes complejos industriales uruguayos de siglos anteriores, la primera represa hidroeléctrica de América Latina.
Sorprende de su estado actual, la pervivencia de la distribución espacial y funcional del patrimonio edilicio, con acabada concepción industrial, similar a las que se encuentran en muchos lugares europeos. Resalta la jerarquía del edificio que albergó la casa de dirección y de los ingenieros de la factoría. La sobriedad, robustez y elegancia del propio asentamiento industrial con multitud de restos de los molinos e ingenios. La utilización de la piedra y el hierro les da una perennidad que hace que el paso del tiempo y el abandono sea sorteado con lentos requiebros. Los edificios de servicios, almacenes y anexos, quedan ahora a cientos de metros de distancia del río. Eso demuestra que los murallones de protección desviaron definitivamente el antiguo cauce.
Herramientas que cuentan historias doradas.
(Uruguay Vacaciones)
Es un paraje natural envolvente que provoca una sensación de nostalgia, a la vez que marca un creciente interés por descubrir los tesoros y secretos guardados en el subsuelo, tan llenos de magia, como de ambición y lucha del hombre contra la naturaleza. En el área industrial edificada de poco más de 100 mil metros de superficie, próxima a la represa está la zona de distribución de distintas tareas para el trabajo de extracción del oro, la molienda del cuarzo, turbinas, laboratorio, depósito de arenas auríferas. Luego viene un depósito de materiales de 50 metros de largo, a la izquierda de éste están los talleres mecánicos de carpintería y herrería, al lado la sección de almacenes, en la secuencia antedicha aparte, están los edificios administrativos, balanza y otros[...]
Otras edificaciones están diseminadas por el área, a unos cien metros de la residencia directiva se encuentra una construcción de grandes dimensiones para los obreros y empleados y dispersas se encuentran viviendas obreras, la escuela y otros equipamientos.»

La represa tiene 314 metros de largo. Consta de tres tramos, el primero tiene 89 metros y el segundo 25 metros; e incluye la compuerta de hierro, que alcanza cinco metros de altura. La tercera parte tiene 200 más y se corresponde con el murallón.
Espacios que aguardan a nuevos
emprendedores culturales.
(Archivo INCUNA)
La presa forma un lago artificial de tres millones de metros cúbicos. Este espejo de agua alimentaba a las cinco turbinas de 150 caballos de potencia que cada una tenía. Los generadores eran dos motores General Electric de 150 kilowatios cada uno, cuyo costo fue de 5.300 libras esterlinas cada uno. El costo estimado de la represa era de 400 mil pesos. El presupuesto del estado uruguayo para la instrucción primaria apenas superaba los 300 mil. Lo que da idea de su magnitud.
Allí funcionaba una máquina de vapor de 60 caballos que accionaba la sierra y que consumía 1.700 carretas de leña en sus calderas. En los galpones se alojaban ocho amalgamadoras y dos setting-pan, sistema de muelas de hierro fundido que se movía a gran velocidad para mezclar las arenas con el mercurio. El material iba a los depósitos donde se lavaba y caía la arena con oro hasta llegar a su destino. Luego el metal se separaba del mercurio en el laboratorio, para hacer los lingotes. La usina estaba unida a San Gregorio por el ferrocarril (La Clotilde) de vía o trocha angosta.
El antiguo complejo industrial permanece a la espera que alguien la despierte –un nuevo Barrial Posada. La oportunidad y las expectativas bien merecen de un proyecto que ponga en valor tan valioso patrimonio industrial y natural. Las posibilidades turísticas y de reutilización son considerables para un eje de dinamización del área transfronteriza con Brasil.

Clemente Barrial Posada, en el
artículo "La quimera del oro".
(Miguel Álvarez Areces,
Boletín INCUNA, 2002)
Clemente, inclemente
En un fugaz viaje a Londres, convenció a The Goldsfields of Uruguay Limited, para que asumiera la administración de San Gregorio, con una inversión inicial era de 300 mil libras. Británicos y franceses comenzaron a competir por el dorado, aunque tenían muy claro que era un negocio más bursátil que real. «Las cifras de productividad eran irregulares, porque los veneros [como se dice en la jerga minera] no eran constantes en su riqueza, como en California o Sudáfrica. Tanto encontraban un venero riquísimo, que se agotaba en poco tiempo, como no encontraban nada, o se discontinuaban a distinta profundidad, dejando la explotación sin valor comercial redituable[...]
Las empresas anunciaban hallazgos fabulosos en Uruguay, para negociar sus acciones en la bolsa[...] Luego caía la producción. Ellos mismos, abrían otra mina, con otra denominación, y así iban jugando con el negocio bursátil. Lo dicen las cifras. Sacaban oro, pero nunca dejaron un peso al país porque las declaraciones eran dobles. Al gobierno declaraban la realidad, o menos de la realidad y afuera informaban otra cosa. Ningún progreso dejaron en la zona y no enriquecieron, a nadie.» Cuenta la investigadora corralense Selva Chirico.
El historiador salteño José María Fernández Saldaña, afirmaba que el oro de Cuñapirú no fue una ilusión. «Para aquel país que comenzaba a consolidarse, en medio de crisis y revoluciones, fue un factor de desarrollo industrial y de incorporación de una novedosa mentalidad económica. El ingeniero español demostró que la riqueza del subsuelo podía ser tan importante como la agrícola y ganadera, considerada hasta entonces la única propia del Uruguay.»
Desaparecido el poder dictatorial que menoscabó su trabajo y sus derechos, entabló juicio reivindicatorio ante el juez letrado comercial contra los títulos de origen criminoso de la Compañía Francesa de Minas de Oro. Una empresa que trajo a Uruguay, pero que le pagó apropiándose de la riqueza que él había descubierto.
Guía de compuertas de la represa.
(Javier Valles)
El 22 de diciembre de 1892 exigió daños, perjuicios, costos y costas por tres millones de pesos y solicitó la interdicción y secuestro de bienes. Era nombrado depositario el vecino cuñapirense Ignacio García. Acreditó títulos y redactó la demanda, sin orden ni forma procesal, con exceso de reiteraciones y fundamentos que se mezclaban con pruebas y relatos.
La instancia judicial no prosperó. La falta de abogado y el acoso de un concurso civil por 78 mil pesos, lo obligó a ceder en su pretensión original. El 3 de setiembre de 1894, el presidente Julio Herrera y Obes recibía una propuesta base de acuerdo. Barrial iba a cobrar una suma calculada por peritos y los títulos libres y regularizados, a cambio de renunciar a todos los pleitos pendientes. Había demandado también a las compañías inglesas, Hermanas Gold Mines y Arteaga Juez y Cia, por las minas de Sopocar. También a Hoffman Juganville y Wilson.
El convenio fue manipulado por burócratas corruptos. El 27 de noviembre de 1896, renunciaba al medio peritaje y dejaba la solución al arbitrio y equidad del Poder Ejecutivo. El 18 de diciembre, fue informado sobre la imposibilidad jurídica de una respuesta oficial. Era claro el juego de desgaste. Le prometían sustanciar sus pretensiones, pero iban postergando la ejecución del derecho.
En 1899 las minas de Cuñapirú produjeron 5.24 millones de kilos de cuarzo, transformados en 74.708 gramos de oro, vendidos a 34 mil pesos de la época. Una prueba más de que las esperanzas y los informes de Barrial no eran infundados.
El territorio del departamento de
Rivera, donde se ubica Cuñapirú.
(Mi Tierra Uruguay, 1999)
En uno de sus tantos argumentos judiciales, señalaba: «Puedo decir también con legítimo orgullo, que he sido el iniciador de los trabajos mineros en esta república, y que solo desde entonces ha nacido esta nueva y poderosa industria. Pero he sido yo, quien ha puesto de manifiesto las fuerzas ocultas que han despertado la codicia de los hombres[...] Mis contrariedades no han tenido límites, mis exploraciones y sacrificios personales y de dinero, han sido entorpecidos siempre, más en perjuicio de los grandes intereses del país que de los míos propios, con los que se han originado males que son imposibles de calcular.»
En historia judicial sin antecedentes, llegó a mantener 115 pleitos simultáneos contra las más poderosas mineras del mundo y contra el gobierno. «No persiguiendo un móvil egoísta, como muchos lo han presupuesto, sino principalmente para salvar de las garras de famélicos aventureros, lo que es tal vez la tan riqueza del Uruguay.» De esta forma se rendía ante la impenetrable maraña legal, puesta al servicio de intereses multinacionales.
«Su valioso aporte fue práctico, pero también teórico. Su tarea de investigador está reunida en Naturaleza geológica y contextura orográfica de la República Oriental del Uruguay con aplicación a la minería. La primera monografía científica del país.
Fue un hombre iluso, que murió sin ver la realización de sus sueños, pero también fue acreedor del sitio que tienen reservados los triunfadores materiales. Todos los vanguardistas, partidarios del progreso de la república, sean triunfadores o derrotados, siempre dejan una esperanza de ventura.» Es la descripción de Fernández Saldaña, con profundo conocimiento. Su padre, José María Fernández Vior, asturiano de Figueras de Castropol, tenía negocios con Barrial Posada y compartía sus convicciones masónicas.

Hendiduras de pobreza
Bienes culturales reflejados.
(Archivo INCUNA)
«Cuñapirú: quimera, ilusión, sueño y realidad. Allí se fraguó una de tantas historias donde se funden la aventura, la creación de riqueza y el duro trabajo. Geólogos calificados, avezados, estudiosos y aventureros confluyeron en esa zona de cerros, quebradas, fuentes y surgentes de aguas minerales, de vegetación esplendorosa, entre historias verdaderas y leyendas increíbles. El desarrollo de formas singulares de vida cotidiana de espacios multiculturales: Italianos, brasileños, españoles, franceses, ingleses, indígenas y foráneos en una tierra donde quizá nadie osó realizar un asentamiento humano estable. Todo ello asociado a la obra y vida de centenares de personas que pagaron con su esfuerzo, sudor y sangre unos duros años donde se fraguó una historia con muchas historias y en su momento un polo de desarrollo para la región y el país.
El Uruguay actual, como otros muchos países de América Latina, no puede conocerse sin saber de esos impulsores y pioneros que abrieron camino en condiciones tan difíciles, afrontando incomprensiones e injusticias. Clemente Barrial Posada bien merece no solo un reconocimiento, sino el homenaje y aprecio de todos, como autoestima y ejemplo de superación en estos tiempos de globalización, desmoralización y crisis que golpean a las sociedades latinoamericanas.» La reflexión corresponde al artículo Forjando un nuevo sueño e ilusión. Escrito por el arqueólogo industrial gijonés.
Inés Bernardi y Raúl Dalmaud,
vecinos de Cuñapírú, c. 1950.
(Archivo INCUNA)
«Cuñapirú es un extraño paraje. Junto al río que corre entre los cerros, quedan en pie los edificios con puertas y ventanas desgonzadas, buena parte de la represa y la vieja usina, con sus túneles, galerías y galpones colmados de maquinarias con viejos y nuevos engranajes de acero que un día llegaron en carretas, con alternadores y aparatos eléctricos.
Los pisos empapados albergan una derrota tecnológica de dimensiones gigantescas. A diferencia de otras ruinas que detienen el tiempo humano en un momento singular, exhibe casi cien años de ingeniería yuxtapuesta. Tal como si un artista de instalaciones posmodernas hubiese montado un espectáculo de fracasado esfuerzo humano[...]
El tiempo ha ido oxidándolo y degradándolo. Sobre una loma queda en pie la señorial mansión del marqués, con habitaciones reformadas al estilo art decó, cocinas, baños y piezas de servicio, conviven ovejas, yeguas y caballos sueltos, murciélagos y palomas.» Anota el periodista y escritor Carlos María Domínguez, en su ensayo El norte profundo.
En 1996, la minera canadiense Stel se comprometió a invertir 50 millones de dólares. A cambio, obtuvo una concesión de quince años para explotar una veta ubicada a pocos kilómetros de la antigua San Gregorio. Sus 180 empleados trabajan a cantera abierta, los 365 días del año. Extraen 3.200 toneladas diarias de cuarzo, de los que salen 7.360 gramos de oro.
Abrieron un enorme cráter de 200 metros de profundidad, con terrazas sucesivas, por donde circulan camiones que llevan la piedra a la tolva y la molienda del ingenio. Como el oro se procesa con cianuro, fue necesario realizar un lago de relaves de 51 hectáreas, con una geomembrana de polietileno de alta densidad de un milímetro de espesor –supuestamente impermeable a las filtraciones. El sistema parece seguro, pero, pocos están tranquilos cuando llegan las lluvias y el embalse amenaza con desbordar la sal de ácido cianhídrico.
Hasta 2002, la empresa exportó 12.6 toneladas de oro, por valor de 200 millones de dólares. Según declaración al gobierno, extrae 60% de oro y 40% de plata. Pero, los viejos mineros desconfían. Creen que el porcentaje de plata esconde más oro, para pagar menos impuestos. Una denuncia cargada de cinismo. De quienes viven atrapados, en paradójica pobreza. Por culpa del dorado oriental.

Su nombre, mi calle
Invitación de Clemente Barrial Posada a la
Exposición Universal de Chicago, 1893.
(Archivo INCUNA)
«Barrial Posada es un ejemplo de esa emigración que aportó su saber, su esfuerzo, su voluntad, sus sueños e ilusiones a la tierra que le acogió. En Uruguay, país donde trabajó, luchó, soñó y murió, proyectó ese afán universalista del asturiano, ciudadano del mundo y a la vez paisano de su pueblo. Forjador de ese crisol de culturas y pueblos. Hoy le recuerdan en Minas de Corrales, donde en 2002 le han puesto su nombre a una calle en meritorio aprecio de su trayectoria, en un pueblo que sin duda no existiría sin su obra y acción. Allí permanecen casas de piedra que no quieren sucumbir en el olvido, las cruces de hierro de Cerro Blanco. Tal como retrata una estudiante del pueblo un paraje cautivante: Camino duro de cuchillas, sin alambrados, que transportaban el cuarzo a la molienda, chirriando ejes a paso lento de las boyadas.»
Así se cierra la crónica La quimera del oro de Clemente Barrial Posada. Ilusión, sueño y tragedia de un asturiano universal, publicada en el Boletín de INCUNA, en Otoño-Invierno de 2002. Firmada por Miguel Álvarez Areces, experto del Comité Internacional para la Conservación del Patrimonio Industrial (TICCIH). Todo, por una gran causalidad.

Clotilde, la máquina de leyenda, c. 1890.
(Museo Municipal de Rivera)
Clotilde, la coqueta
«Las murallas construidas en 1868, encerraban una planta hidráulica infinitamente superior a las conocidas en su medio. El molino tenía 24 bocartes, capaces de triturar el doble del cuarzo acostumbrado. Los carretones daban paso al primer ferrocarril minero. La Clotilde, locomotora legendaria, serpenteaba sin poder evitar las inclinadas cuestas, las cañadas abruptas, los frondosos bosques. Funcionó entre 1879 y 1894.» Selva Chirico la describe en Cuñapirú: Tierra de algún provecho.

En una cueva
En 1874, Barrial Posada copió una pintura sobre rocas que existía en la margen derecha del arroyo La Virgen, actual departamento de San José. El trabajo fue presentado cuatro años antes que España descubriera sus primeras pinturas, en las cuevas de Altamira y casi un siglo antes que el hallazgo de Tito Bustillo.
Pictografías en el arroyo San José.
(Archivo INCUNA)
Atribuyó claramente la autoría a indígenas charrúas, mientras en Europa se tardó mucho tiempo en reconocer la índole de arte rupestre que se iba encontrando en sus propios territorios. Este primer registro de una pictografía fue confirmado simbólicamente 128 años después, como primer antecedente de una investigación arqueológica. Era un entusiasta investigador del pasado remoto, tanto, que alguna vez soñó con un museo regional de la prehistoria rioplatense.

Atrapado y con salida
«Mis manos están señaladas por los callos y mi cuerpo tiene un aspecto bastante material, tosco y poco pulido. ¿Sabe señor Ísola de que es eso? Pues sépalo de una vez, es del pico y de la pala, es del barreno y la pólvora, es por fin causa de trabajar como un peón, y sabe usted porque lo hago, pues bien en tal caso sepa que es por dar gusto al cuerpo.» La carta, inundada de asturiana mordacidad, fue publicada en El Ferrocarril, el 26 de febrero de 1874. Era la respuesta a sus más odiados enemigos, Mario y Demetrio Ísola. Con quienes mantuvo vilipendiosa correspondencia, acusándolos de haber usurpado el yacimiento carbonífero del Cerro de los Melones. Fue un desafío personal. Una demostración de superioridad física, técnica e intelectual, que terminó en un juicio por calumnias. Cuando parecía perdido, atrapado en un embrollo judicial, el ingeniero taramundino fue defendido por el abogado Juan Carlos Blanco. Que le salvó de la cárcel.

Rieles por donde corrían las tolvas
con material que iba a ser lavado.
(Archivo INCUNA)
La primera huelga
En 1880, los obreros de Cuñapirú se rebelaron contra los franceses, que los sometían a pésimas condiciones sanitarias, castigos corporales y ausencia de contratos laborales. La marcha fue encabezada por más de 200 inmigrantes italianos, culpados por la empresa de «anarquistas».
Chirico consigna una carta del ingeniero L’Olivier al jefe político de Tacuarembó, fechada el 19 de enero de ese año. «Los trabajadores son libres de no aceptar a este modo nuevo de paga, pero no se puede permitir que algunos de ellos, todos italianos, impidan de trabajar a los que quieren seguir sus trabajos[...] La fuerza que tenemos de la Policía, siendo insuficiente enfrente a italianos unidos por el miedo de algunos, vengo a pedirle de avisarme y dar órdenes al Sr. Comisario de conformidad con sus ideas en tal caso.»
Pedía soldados para reprimir. A su vez, el mandamás local los solicitaba al gobierno nacional –que se los retaceaba, presionando para que se reconocieran los derechos reclamados. Finalmente, arribaron varios piquetes y se estableció el orden. Aquellos tanos aguerridos, desaparecieron misteriosamente de los registros oficiales. Según la tradición oral brasileña, una zanja –de aquél lado de la frontera– es conocida como "Dos ahorcados" (De los ahorcados). En irónica referencia a un mito, cruel e incomprobado.

Marqués de las minas
La mansión de Malherbe,
el "Marqués de las minas"
(Marcirio Dias Leite)
El principal accionista de la Compañía Francesa de Minas de Oro, construyó una mansión frente a la represa. Le costó 30 mil pesos, equivalentes a la mitad de la deuda externa uruguaya. Desde allí se tendieron kilómetros de torres de hierro y cables de acero para trasladar piedras a la molienda. El aerocarril todavía sigue en pie, pero, apenas funcionó cinco años. «El Marqués de Malherbe hacía unas fiestas fabulosas en Cuñapirú y Montevideo[...] De la noche a la mañana, en 1896, se mandó mudar, dejando todo abandonado. No solo porque fuera un sinvergüenza, sino, simplemente, porque el negocio era cíclico.» Narra con erudición Selva Chirico.

Ni pa’l vino
Por entonces, ya funcionaba la inglesa The Goldsfields of Uruguay Limited, que sometía a sus trabajadores a similares condiciones de esclavitud, que su colega gala. Firmaba un contrato de doce meses, se quedaba con el primer salario como garantía y se reservaba el derecho a despido sin indemnización. También descontaba doce pesos mensuales para gastos de alimentación. Pero no incluía vino en los almuerzos.

Miguel Álvarez Areces en el Museo de la Revolución
Industrial de Fray Bentos. A su izquierda el
arqueólogo y gestor cultural René Boretto Ovalle, 
pionero del proceso que finalizó con la declaración
del legendario espacio del Saladero Liebig y
Frigorífico Anglo como Patrimonio de la Humanidad.
(Archivo Álvarez Areces)
Madre selva
José Fernández Cancio nació en Taramundi, en 1870. Pasó por La Habana y San Juan de Puerto Rico, antes de llegar a Montevideo en 1887, alentado por fabulosas historias sobre su paisano Barrial Posada. Desilusionado por la «falta de riesgos y aventuras», obtuvo una concesión de 32 leguas al suroeste del temido río Pilcomayo. En el corazón de la selva chaco-paraguaya pudo ejercer su vocación. El peligro.
Cancio exploró la turbia corriente, fundó la ciudad argentina de Clorinda, en el territorio de Formosa. Abrió caminos, construyó canales de riego y colonizó 72 leguas impenetrables, sin cobrar un centésimo de arrendamiento a los pobladores. Plantó tabaco y frutales, introdujo la lechería, abrió el primer comercio de ramos generales y el primer banco. Construyó y donó escuelas, que son patrimonio de Asunción del Paraguay.
Protagonizó dos legendarios rescates, desafiando el follaje abrumador y las garras de fieras implacables. El ingeniero bilbaíno Enrique de Ibarreta se había perdido en 1888 y el explorador italiano Guido Boggiani, en 1901. El taramundino salió en busca de ambos, hasta que los encontró. Sin vida. Fernández Cancio falleció en plena lucha contra la naturaleza –en 1959– a los 89 años.

Miguel Álvarez Areces en otro
patrimonio industrial uruguayo

admirado en el mundo.
(AOR)
La joya de Ángela
Angustia, desgaste excesivo y mala alimentación, minaron rápidamente la salud de Barrial Posada. A principios del siglo pasado ya no tenía fuerzas para luchar. En plena decadencia, orientó su atención hacia la construcción del Ferrocarril Internacional Americano. Pero la muerte lo seguía de cerca.
Su último acto de amor fue el casamiento in extremis con Ángela Ponte, su compañera de años. Mucho menor que él. El anillo de compromiso, labrado en oro de Cuñapirú, fue una estremecedora metáfora de sus anhelos. Horas antes de fallecer, en Montevideo, el 2 de mayo de 1903.