miércoles, 31 de diciembre de 2008

Sergio Puglia, cocinero, gestor cultural, difusor de la gastronomía rioplatense en el mundo, defensor del slow–food

La mesa criolla


Mi nombre es Sergio Daniel Puglia Silva, así dejamos conformes a todas las ramas de la familia, gallegos y tanos”, se presenta este montevideano de 58 años, uno de los más mediáticos cocineros sudamericanos de la actualidad. Puglia se recibió de chef y de manager hotelero en la Universidad de Salzburgo y en la Universidad de Morón, y tiene especializaciones en antropología gastronómica y periodismo cultural, en España, Italia y Francia. Comunicador, docente universitario, empresario, conferencista de fama internacional, es el conductor televisivo más popular de las mañanas uruguayas, con programas como Puglia y compañía (que se dejó de emitir el miércoles 31 de diciembre de 2007) y el actual En su salsa. También tiene una notoria presencia radial, con su propuesta de la tarde: Al pan, pan. Un prestigio que le permitió cruzar el Atlántico, en 2005, como productor y director del primer ciclo de entrevistas a personajes de la cultura rioplatense, especialmente realizado para Televisión Española. Mano a mano con Puglia se veía los jueves a las diez de la noche, por el canal 79 de TVE Internacional.


Entrevista publicada en la revista española Ábaco, noviembre de 2008.

¿Cómo nació su pasión por preservar el patrimonio inmaterial de la gastronomía rioplatense y uruguaya?
–Yo pertenezco a una familia que no come para vivir, sino que vive para comer. Desde que era muy pequeño, recuerdo que nos reuníamos, compartíamos la discusión social y política, y también las recetas de cocina. Desde que tengo memoria me veo en medio de distintos perfumes, de distintas formas de elaborar lo que se consumía en la casa. Para dar los primeros pasos, de lo primero que me agarré fue de la mesada de la cocina, pero, luego pasaron los años y en mi juventud no pensé en dedicarme a la gastronomía. Hasta que un día sobrevino la dictadura uruguaya (1973–1985) que me pescó en la Facultad de Derecho, y yo me pregunté que hacía estudiando abogacía en un país sin leyes. Tuve la posibilidad de mandarme mudar y me fui a estudiar gastronomía y hotelería a Europa. Pero la gran oportunidad fue hace más de treinta años, con el recordado Carlos Gato Dumas, con Ada Cóncaro, con Francis Mallman, colegas entrañables con los que colaboré para fundar la Asociación de Cocineros del Río de la Plata. Nos juntamos en el boliche de Guzmán Artagaveytia, en José Ignacio (paradisíaco pueblo costero del atlántico uruguayo, donde hay un histórico faro construido en 1887), en una época de bohemia, cuando argentinos y uruguayos trabajábamos para cumplir un sueño: organizar una gastronomía cultural rioplatense, desde Buenos Aires hasta Punta del Este. Así empezamos a bucear en los sabores, aromas y colores autóctonos, en tiempos en los que ni se hablaba de patrimonio inmaterial y tantos otros conceptos que hoy están de moda. Nuestro objetivo era muy simple: sistematizar los elementos culturales de una gastronomía que respondiera a nuestra memoria compartida. Recuerdo que Mallman nos cocinaba y nos contaba historias de los sabores patagónicos, con el cordero como pieza fundamental; otros hablaban de la humita y de los cultivos del norte argentino. Así se fuimos recopilando y organizando recetas, ingredientes, lugares, historias personales y colectivas. Fue cuando propuse la necesidad de investigar los sabores del asado, como seña de identidad del sur sudamericano –Uruguay, la Argentina, sur de Brasil–, que nos diferencia del resto de la América del frijol, del maíz. Y así comenzamos a trabajar en historias, tan en serio lo hicimos que luego hubo un estudio de UNESCO, que confirmó varias de nuestra hipótesis. Por entonces pensábamos en la denominación de origen “América de carne”, porque nuestra máxima satisfacción está dada por este alimento, pero también había que estudiar y describir las diferencias que existen dentro de la región. Cómo se come la carne en cada país, y cual era el personaje que había marcado nuestras gastronomías locales. Así se demostró que el gaucho de la Banda Oriental fue el creador de un sistema de cocción que no funcionaba en el resto del mundo: el asado a las brasas de madera. Un estilo único, que nos diferencia de nuestros hermanos argentinos, que la cocinan de manera soberbia, pero al carbón. Nuestra investigación luego fue tomada por antropólogos que publicaron el mejor ensayo que leí sobre la carne cocinada a la oriental, en una revista llamada Cuadernos del Uruguay.

¿Por qué debe adjudicarse al gaucho oriental (gentilicio, sinónimo de uruguayo) la invención del asado a las brasas?
–Porque era un hombre más errante que el argentino, poblador de una tierra considerada de menor provecho, sin un trabajo fijo, que le gustaba mucho descansar. No vivía para comer, sino que apenas se alimentaba para sobrevivir, siempre con una bebida espirituosa como principal compañera. Desde el mismo día de la llegada de ganado vacuno a esta Banda Oriental del río Uruguay (en 1611), el gaucho se dedicó a carnearlo en el campo; lo vaciaba, separaba las achuras y lo abría al medio como si fuese una mariposa. Lo atravesaba con un pincho y armaba un fuego, que hacia durar y durar porque también le servía como sitio sociabilización; con esas brasas interminables cocinaba la carne, muy lentamente. Y como le dejaba el pelo, porque era tan vago que no se tomaba el trabajo de sacárselo, creó el asado con cuero. El asado oriental, a diferencia de los otros, se cocina solo con el calor que va largando la brasa, muy lentamente: nada de fuego, para que no se quemen los pelos del animal. Desde entonces utilizamos nuestra leña de bosque indígena, con un humo y un sabor muy especial, que tiene que ver con una forma identitaria de cocinar la carne, y con el corte más usual en nuestro país, que es de origen francés. Así nació el plato que sella nuestra cultura, y que nos brinda la satisfacción más plena.

Una seña de identidad de la gastronomía rioplatense es la multiculturalidad.
–Argentinos y orientales compartimos, primero la olla del conquistador tardío y luego la de nuestros queridos inmigrantes. Lo diferente de la gastronomía oriental es que en nada conserva los sabores de las comunidades originales; porque el país no tiene indios desde la masacre de Salsipuedes, allá por 1831.
Nuestros sabores tipicos nacieron en los fogones gauchos y en las cocinas de nuestra abuelas: españolas, italianas, portugueses, francesas, alemanas, turcas, árabes, judías, armenias. Ellas acompañaron a sus esposos que llegaban para hacerse la América y compartieron su memoria gustativa. Nuestra gastronomía fue concebida en la intimidad del hogar, dentro de un mundo de vasos comunicantes ente culturas muy diversas. Yo siempre digo que la cocina, hasta la más elegante y sofisticada, nació en las viejas estufas a leña de las abuelas. Los grandes restaurantes vinieron después, pero solo como un capricho de la alta burguesía, que se apropió de los gustos del pueblo y le puso nombres extraños.

¿Entonces, hay una cocina rioplatense, pero también una oriental?
–Ambas coexisten, y ambas resultan de una evolución lógica, porque aquellos conquistadores primero y aquellos inmigrantes después, chocaban con un problema insoluble: no encontraban la misma materia prima que habían utilizado en sus sitios de origen. Pensemos en las fabes asturianas plantadas acá; nunca serán iguales a las de allá. Por lo tanto una fabada “uruguaya” siempre será distinta a la original. Las milanesa es uno de nuestros platos más cotidiano, sino el más, pero es también un caso de evolución en la memoria gustativa. La antigua costeleta centroeurpoea, austriaca, del norte italiano, que se pasa por pan rallado, ajo y perejil, que se fríe en manteca; aquí la preparamos con la pulpa más tierna, la pasamos por bastante huevo y la fritamos en aceite. Lo mismo ocurrió con la ropa vieja, la torta pascualina, las empanadas, o nuestro emblemático arroz con leche que trajeron las asturianas y las vascas. Un postre que aquellas mujeres heroicas hacían mucho más sencillo, arroz, leche y poco más, con sus planchas de hierro quemando el azúcar superficial. Nuestra receta típica es más opulenta: agrega yemas de huevo, cremas, especias y su caramelo se hace en el fondo de una budinera.

¿No existen dos cocinas nacionales paralelas, la de ustedes los chefs, llevada a los restaurantes y exposiciones internacionales, y la que se come todos los días?
–Durante años hubo una gran dicotomía entre la cocina real, la diaria, y la que se elaboraba para mostrar al país. Fue lo primero que dije, hace tres décadas, cuando debuté en la radio Sarandí de Montevideo, con un espacio sobre gastronomía y cultura: “señora, señor, su guiso, su sopa, su asado, forman parte de nuestro patrimonio”. Me acuerdo que cuando terminé, la gente llamaba para decir que era un loco, que decía pavadas. ¿Cómo puede ser cultura lo que hacemos en nuestra cocina o en nuestra parrilla? Pero nunca me bajé de mis ideas. Hoy podemos decir que la cocina presentada como típica es la misma que comemos a diario. Otra lucha que tuvimos, y tenemos, es explicar al mundo que en América no solo existe México, Perú o Brasil. Y lo dice alguien que adora el paladar del nordeste brasileño, porque es una mezcla maravillosa, de lo indio, lo negro y lo portugués: abará, moqueca de camarão, xinxim de galinha, vatapá. La cocina bahiana es un ejemplo de emoción provocada por sabores, colores, texturas, también por una historia que define al Brasil como identidad nacional. Pero no es la única.

Hay una pelea que están dando ustedes, los gastrónomos que trabajan en los medios, contra la creciente imposición del fast–food.
–La comida rápida es una pandemia, que no cuida la columna vertebral de la alimentación, que solo busca la satisfacción al paso, con grasas polisaturadas; un mal combustible que a la larga tampoco es bueno porque provoca hipertensión, colesterol. Yo adherí al movimiento slow–food, ni bien conocí a la gente de Carlo Petrini; porque le da dignidad a la gastronomía y rescata dos conceptos muy importantes en la alimentación: el espacio y el tiempo. El slow–food recupera el tempo di tavola: aire, tierra, cultura, memoria, lo genuino. Un jamón como corresponde, no uno lleno de hormonas; un dulce natural, no un químico saborizado. Es recuperar valores que van más allá de la cocina: diversidad, dignidad, derechos.

¿También es una lucha contra la hamburguesa?
–No, por favor, la hamburguesa es un plato encantador cuando se hace con sensibilidad, respetando sus valores: carne picada a cuchillo o máquina, condimentada como corresponde, con un pan casero, una ensalada y un buen líquido para acompañar. Una peste son las hamburguesas de fast–food, que plagan al mundo de enfermedades, pero, que también le arruinan el paladar a generaciones y generaciones que prefieren un plástico a una buena carne picada hecha en casa, compartida con la familia, con amigos, con un tiempo para charlar.

Sin embargo hay una contradicción: las empresas de comida rápida tienen una fuerte presencia en esos mismos medios en los que usted predica el slow–food. ¿Hay presiones o sugerencias para que atempere su mensaje?
–Nunca recibí una presión, ni la hubiese permitido. Por supuesto, que jamás voy a recibir una oferta publicitaria del fast–food, ni la aceptaría; además creo que los medios se dan cuenta que es imprescindible difundir una gastronomía cultural, diversidad, nutrición y costumbres saludables. Diría que hasta es parte de su negocio. Tampoco se atreverían a presionarme, porque soy el decano, el de más experiencia por años de trayectoria, de los cocineros que trabajan en los medios de comunicación del Río de la Plata, luego de la muerte (en 2004) de nuestro querido Gato Dumas. Lo interesante es que llegué por casualidad, allá por 1982. Por entonces, había muy poco sobre gastronomía encarado como hecho cultural. El Gato, por supuesto, y también había excelentes cocineras que daban sus recetas en la tele: Doña Petrona C. de Gandulfo, en la Argentina; Gori Salaverry de Reilly y Cordon Bleu, en Uruguay. Siempre me llevé muy bien con ellas, pero creo haber hecho algo distinto: además de la forma de hacer el plato, se agregaron biografías, historias de los productos y de sus orígenes. Por ejemplo hablaba del azúcar teñida de sangre; y que conste que eran tiempos de dictadura en Uruguay. Al principio fue una historia internacional, pero al poco tiempo fue una pequeña charla sobre sobre gastronomía y turismo y sobre antropología gastronómica.

¿Fue más difícil por ser hombre?
–Fue tremendo, porque hubo que enfrentar preconceptos muy profundos; el peor: que la cocina era solo para las mujeres. Creo que a mí me tocó hacer el camino inverso del que suelen hacer las mujeres que se desarrollan en tareas dominadas por hombres. Ahora la gastronomía es un mundo más diverso, a partir de que los medios se dan cuentan que puede ser algo más que un entretenimiento de señoras. Hay hasta una base conceptual, con intelectuales que reflexionaron sobre la filosofía de la alimentación: Jean–François Revel, Humberto Eco, mi recordado maestro y entreñable amigo Néstor Luján. Admiro a los colegas de El Bulli (Dani García, Paco Roncero, Sergio Arola), como artistas reconocidos en todo el mundo. Pero me siento más identificado con los Arzac, porque, como ellos, aspiro a estar todos los días en la lucha. Aquellos son genios que hacen luces de colores porque éstos le dan sostenibilidad a nuestro trabajo. Son los que están todos los días en el fogón. Yo me siento uno de ellos.

Ollas y sartenes
“Cocinar se parece mucho a hacer el amor: el antes es emocionante, el durante es placentero y el después es reflexivo.”

“La cocina es el más importante hecho cultural del hombre, porque lo involucra todo: salud, bienestar, placer, conocimiento, relaciones humanas, lo esencial de la vida misma.”

“El hombre ha transformado en cultura su necesidad primigenia de alimentación; le sumó inteligencia a los sentidos y transformó en memoria un intercambio de sensaciones.”

“La moderna cocina rioplatense se formó en los conventillos. Fue la que bajó de los barcos italianos, gallegos, franceses, portugueses, armenios, judíos, árabes; pero la uruguaya es más española y la argentina es más italiana.”

“Aquella cocina simple, llevada a los bodegones, bastardeada por la burguesía, es reconocida hoy como un patrimonio inmaterial.”

“Me llevó treinta años de prédica, pero Uruguay tiene hoy un libro de cocina nacional, con las recetas originales y sus interpretaciones culturales.”

“Una vez me reuní con alguien de Cotal (Confederación de Organizaciones Turísticas de la América Latina), que me dijo que la cocina no es una profesión. Me dio bronca, pero le respondí que tenía razón, porque el cocinero es un artista, como un pintor, un escultor o un músico. Un buen plato, es una obra de arte.”

La pasta
“Los spaghetti y los tagliatelle me gustan más que las penne o las moñitas, que son los fideos que más se comen en Uruguay. Mi plato preferido de todas esas variaciones: fideos con pesto y dos huevos fritos arriba; he llegado a comerlo hasta con seis huevos fritos, en mis épocas de animal. El huevo frito para mí es algo maravilloso, me gusta con puntilla y hecho en aceite de oliva."

El tuco
“Para mi hay uno inolvidable: el que hacía la abuela Juana Eugenia, aunque yo le decía Mamumomo, con romero y salvia. Yo llegaba con el pan y me invadía el perfume, y cortaba el coco de la flauta para mojar en el tuco. Pero lo que más me extrañaba era el uso que hacía de las hierbas. Era un tuco matador, de ésos que hervían toda la mañana, y siempre hacía un estofado con carne mechada con panceta y las papas enteras. Era maravilloso.”

Cocina montevideana
"Es la suma de los gustos de nuestros inmigrantes, readaptados al lugar donde se quedaron a vivir. La cocina de olla estaba mal vista, era la cocina de los obreros, de la servidumbre, de los esclavos, y la cocina de la alta clase burguesa era una cocina europea que estaba formulada a través de productos que capaz que no tenían nada que ver con los originales pero que fueron reeditados a través de la memoria gustativa."

La leyenda
Por aquí se dice que la primera vez fue en los alrededores de Carmelo, un puerto del Río de la Plata, muy cercano a la histórica Colonia del Sacramento. El entrañable relato evoca un episodio de 1832, cuando se decretó una ley de amnistía y libertad de presos. “En pocas horas una banda de cuatreros liberados se agenció unos vacunos de vecinos de la zona y cierto ex convicto piromaníaco, arrancó la puerta de su propia celda e improvisó una parrillada”, según crónica del episodio que remonta a los primeros años de independencia de la República Oriental del Uruguay. Más de dos siglos después de la llegada del gobernador asunceño Hernandarias a esta tierra, en el mismo lugar donde había nacido la ganadería, era concebida también la mejor forma de comer carne: asada a la parrilla.

Harriague
“La vitivinicultura uruguaya es pura fusión, de vascos, gallegos, mallorquines, catalanes, piamonteses, ligures, toscanos, franceses, portugueses, alemanes. Nuestra cepa madre es el tannat, con un montón de hijos que recién está reconociendo el mundo. ¡Pensar que la vitivinicultura es hoy una insignia del país!, pero estuvo a punto de desaparecer en tiempos de la dictadura. A mediados de la década de 1980 las bodegas se reconvirtieron y optaron por los vinos de alta gama, pero no perdieron su perfil familiar y artesanal. Ese es el gran secreto de su éxito. Ahora el mundo está descubriendo al tannat uruguayo: un vino peleón, que todavía no terminó de expresarse, que hay que domar en el paladar. Por algo es hijo de un vasco: Pascual Harriague.”

lunes, 22 de diciembre de 2008

Francisco Solórzano, reportero gráfico del Caracazo, ex-fotógrafo de Hugo Chávez

Crónicas del 27-F

Frasso muestra sus fotos del Caracazo,
 enmarcadas, que se exhiben en su
casa de la capital venezolana.
Fue Premio Rey de España y de la Sociedad Interamericana de Prensa por sus impactantes registros del Caracazo, compartidos con su colega y amigo Tom Grillo. Una serie de treinta y tres imágenes que también fue presentada en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, como prueba de la represión desatada el 27 de febrero de 1989 por el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Francisco Solórzano, Frasso para el periodismo y la política venezolana, lleva por el mundo parte de su  acervo de más de 3.000 imágenes tomadas durante la mayor revuelta popular del siglo XX en su país.

Entrevista publicada en el semanario Brecha (Montevideo, junio de 2009).

–¿Qué queda hoy del Caracazo, más de dos décadas después?
–La dignidad de un pueblo bravo, arrecho, desencantado, desengañado, que salió a exigir mayor participación; porque aquella democracia representativa era solo formal, excluía a la mayoría. El Caracazo fue un pedido de cuentas, de los adecos, de los copei, de los que votaron a Pérez y también de quienes luego apoyaron a Rafael Caldera. Fue una interpelación, pero en la calle. El 27 de febrero de 1989 es recordado como el día que bajaron los cerros. Sin Caracazo no hubiese habido rebelión del 4 de febrero, ni del 27 de noviembre de 1992, ni triunfo del presidente Chávez en 1998. Nosotros le decimos la espoleta, porque el pueblo explotó por su dignidad. Fue el génesis del proceso bolivariano.

Masacre en el barrio Petare, documento
para que la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos condenara
al gobierno de Carlos Andrés Pérez.
–Quizá por eso hay quienes dicen que no fue espontáneo...
–Pero no es verdad, ¡si tuvo la naturalidad de un volcán! El movimiento se inició en la zona suburbana de Guarenas y pasó por las barriadas del este y el oste, Petare y Catia. Al principio hubo saqueos, es cierto. Los primeros heridos fueron por vidrieras rotas, pero enseguidita se desató una represión despiadada. El ejército y la policía salieron a matar por orden de Ítalo del Valle Alliegro, entonces ministro de Defensa, con la complicidad del presidente Carlos Andrés Pérez. Ellos ordenaron tirar a discreción. Al que se moviera, ¡dispararle, dispararle, dispararle! El 28 fue el toque de queda, el 1 y 2 de marzo siguió la masacre. Pérez miente cuando dice que hubo doscientos y tantos muertos, porque fueron mucho más que dos mil. Fue un genocidio con los mismos métodos de otro represor, Rómulo Betancourt, cuando a principios de la década de 1960 hacía desaparecer a venezolanos que su régimen acusaba de guerrilleros. Después del Caracazo hubo un gran trabajo de investigación forense, de antropólogos argentinos, que demostró la existencia fosas comunes. Ellos identificaron muchos cadáveres, pero quedan muchos por identificar. Todavía hay muchas fosas por descubrir. Veinte años después, la verdad es una deuda moral y legal, que seguimos reclamando quienes apoyamos este proceso de cambio en Venezuela.

–Usted participó en una investigación periodística, decisiva para develar violaciones contra los derechos humanos, premiada en todo el mundo. ¿Cómo es la historia de esa cobertura?
–Cuando empieza el Caracazo, en la mañana del 27, con mi compañero Tom Grillo vamos a cubrir la zona de El Silencio, en el centro de la capital, para el diario El Nacional. Comienzo a hacer fotos cerca del periódico, en el mismo momento que aparecen los primeros incendios, y quedo encerrado en el Cuerpo de Investigaciones Policiales. Esa misma tarde nos enteramos de las ejecuciones y los enterramientos por denuncias de familiares de las víctimas. Al otro día nos envían a Petare. Fuimos a sacar fotos y terminamos siendo testigos de la masacre. Nos cruzamos con un camión repleto de urnas mortuorias, una arriba de la otra. Lo seguimos, entramos al Cementerio General del Sur de Caracas y allí encontramos un sector de tierra recién movida. Hice unas tomas y las guardé. En ese trayecto sacamos las imágenes más famosas. El asesinato de diecinueve personas, un policía motorizado con un cuerpo cargado al hombro y un manifestante furioso que respondía los golpes de peinilla de un guardia. Es una serie de treinta y tres fotos, publicada en The York Times, The Washington Post, El País de España, a través de la agencia AP que las compró. Sin embargo, en Venezuela hubo una censura interna y recién se conocieron al cuatro o quinto día. La tesis oficial era que no se supiera la verdad, ni siquiera los saqueos. Y los grandes medios acataron.

Un manifestante muerto en la represión es
llevado en moto al Hospital de Guarenas.
Esta y otras 32 imágenes de Frasso fueron
 declaradas Patrimonio Cultural de la
República Bolivariana de Venezuela.
–¿Cómo fue, desde ese momento, su relación con El Nacional?
–Muy difícil, porque era dirigente sindical y no ocultaba mi bronca por la autocensura. Permanecí hasta 1992. Me echaron por reclamar libertad de expresión y de tránsito, siendo secretario del Colegio de Periodistas de Caracas. Cuando ocurrió el alzamiento del 4 de febrero de ese año, hubo despido de sindicalistas y recrudecimiento de la censura. Nosotros queríamos contar quien era Chávez, conocer sus ideas, pero estaba prohibido informar por orden del presidente Carlos Andrés Pérez. A mi amigo y colega Mario Villegas lo echaron conmigo. Luego le ganamos un juicio de restitución al diario, pero hicimos lo que le dijo Bolívar a Santander en El general en su laberinto:  “Vamonos que ya no nos quieren”. Todavía me duele lo que pasó en El Nacional, porque allí completé mi formación. Para los jóvenes de aquella época era otro mundo, un doctorado, en baseball decimos: las ligas mayores. Lo peor es que uno vio como aquel gran medio independiente se involucraba cada vez más con los intereses políticos y cada vez menos con la independencia periodística. Pensar que es el diario de Luis Otero Silva, de Arturo Uslar Pietri, de Oscar Guaramato, de José Ignacio Cabrujas, también de Mario Benedetti y Gabriel García Márquez. Al principio apoyó el proceso bolivariano, pero luego sufrió un viraje que le acercó a El Universal, tradicionalmente de derecha, por influencia de personajes como Alfredo Peña, el mismo que se vino a Uruguay cuando el golpe de estado contra el presidente Chávez, del 11 al 14 de abril de 2002. Por eso El Nacional no es el de antes, porque se ha sumado al periodismo tramoya, a la lucha política contra el estado bolivariano y ha perdido credibilidad. Hoy día, el diario de mayor circulación es Últimas Noticias, porque ha conseguido posicionarse con independencia entre el gobierno y la oposición.

–Usted ha sido el fotógrafo personal y asesor de la primera campaña electoral de Hugo Chávez. Un trabajo que no habrá sido sencillo. ¿El militar candidato aceptaba  sus opiniones?
–La relación con Chávez tiene una historia. Después del despido de El Nacional, tuve que dedicarme al trabajo por mi cuenta, porque aquellas fotos tan premiadas en el exterior también me pusieron en una situación interna muy vulnerable. Hasta mediados de 1997 hice de todo, nada fijo: televisión, radio, marketing político. Hasta que una mañana me llama mi amigo  y colega Juan Barreto, que fuera alcalde metropolitano, para que le acompañara a un acto de Chávez en la Plaza de Caracas. Me pidió que llevara la cámara para sacar unas fotos; y la llevé aunque estaba estudiando una propuesta profesional de Irene Sáez, aquella miss que fue gobernadora de Nueva Esparta, que iba a competir en la elección de 1998. Ella estaba muy bien en las encuestas y me quería como su fotógrafo. Cuando Chávez me propuso acompañarlo en su campaña, no lo dudé. Me pasé dos años, cada día con sus noches, retratándolo, y también fui parte de su equipo de asesores de imagen. Me acuerdo que el sacamos el liqui–liqui,  una camisa muy típica de Venezuela, y le pusimos el pulóver que usó en toda la campaña hasta que tomó posesión.

–¿Desde adentro, se veía venir el triunfo?
–Arrancamos muy flojo, porque al principio costaba mucho conseguir espacio en diarios, radios y canales de televisión. Cada foto publicada de Chávez candidato era un triunfo. Pero en poco tiempo pasamos de apenas cuatro puntos a ser primera minoría. Me acuerdo que al mes le dije a Barreto: “a este, nadie lo detiene”. Y hecho: ganó con una mayoría de 56,5%. El presidente jamás nos hizo mayores problemas. Es un militar, con todo lo que eso significa en América Latina. Está acostumbrado a que le obedezcan, es verdad, pero tampoco es un tonto. Sabe cuando debe aceptar la opinión de otros. En aquella campaña estaba en pleno aprendizaje de una nueva profesión: político. Chávez es un gran comunicador, un gran intuitivo; una virtud que le ayuda a mantenerse en el poder. En su programa Aló Presidente dicta las líneas políticas del estado, que todos los venezolanos comentan al otro día, para apoyarlo o criticarlo. Basta recordar un dato: de las últimas seis elecciones ganó cinco consecutivas y perdió solo una por 0.5%. Claro que a ese carisma personal hay que sumarle que el socialismo bolivariano tiene conceptos reales de país. Es una experiencia muy venezolana, muy distinta a otras en el mundo, pero que también ha ayudado a otros pueblos latinoamericanos a romper con una historia de dependencia: solo basta ver lo que ocurre en Ecuador, Bolivia y Paraguay.

Desobediencia es una serie de seis fotos
en las que Frasso narra actos de rebeldía
espontánea frente a la represión.
–¿Por qué se retiró del entorno de Chávez?
–Porque soy un periodista, y los periodistas no nos llevamos bien con el poder, aunque apoyemos a quien eventualmente lo detenta. No quise quedar dentro de Miraflores, pero si acepté una misión de buena voluntad en Colombia, en 1999, cuando el presidente Andrés Pastrana iniciaba un diálogo con las FARC. Fue una experiencia muy rica en la región de San Vicente de Caguán, donde se creó una zona de distensión. Allí conocí a los dirigentes guerrilleros históricos, Raúl Reyes, el Mono Jojoy, y a intelectuales de la talla de Gabriel García Márquez o Daniel Ortega. Allí comprendí que la única vía de paz para los hermanos colombianos es el diálogo, similar a como se resolvió la cuestión centroamericana. Con la guerra de Bush solo habrá paz de cementerios, porque ya lo ven, desde la base ecuatoriana de Manta asesinaron a Reyes y a otros dirigentes, pero las FARC ni cerca están de rendirse. Ahora dicen que la base de Manta se va para Colombia. Es una irresponsabilidad.

–También fue legislador oficialista...
–Una experiencia muy personal, que duró entre 2000 y 2005, como diputado por el estado de  Anzoátegui. Fue cambiar un poco el lado del mostrador, aunque, siempre es bueno recordarlo, el Poder Legislativo es muy distinto al Ejecutivo. No fui un legislador destacado, ni por lo mejor, ni por lo peor. Creo que cumplí con mi tarea. Ahora dirijo un programa televisivo en el canal de la Asamblea, dos veces a la semana, jueves y sábado, y tengo un espacio radial en mi pueblo, en ambos hago ejercicio parlamentario.

Mucho más que mil palabras.
–¿Qué dice de las críticas internacionales al gobierno de Venezuela por el cese de la concesión a Radio Caracas Televisión o los juicios contra periodistas opositores?
–En mi país existe una total libertad de expresión, con medios que se pasan las veinticuatro horas criticando al presidente y nadie los toca. Radio Caracas Televisión perdió la concesión para emitir como canal abierto, pero sigue en el cable, funcionando igual de plegado a sus patrones de la CNN. Ellos incumplieron con los requisitos legales y el gobierno hizo uso de sus potestades. A otro canal, Venevisión, tan opositor como RCT, también se le venció el plazo, pero cumplió con los requisitos y se le concedió la onda. Es una cuestión de libertad de empresa, más que de libertad de prensa. ¿Sabes lo qué pasa? Los dueños son los grandes censores de la libertad de expresión, aquí, allá y más allá.  Ellos manejan aquello de que la mejor ley de prensa es la que no existe. Y cuando un gobierno les pone reglas claras, se quejan,  porque pierden privilegios. En la Venezuela de Chávez no hay periodistas muertos, ni encarcelados, ni despedidos. Ni en el caso de RCT, que no echó a un solo. Sí hubo persecuciones en gobiernos anteriores. A mí me pusieron preso por ser dirigente sindical. Los colegas enjuiciados por difamación por el gobierno bolivariano, son aquellos que jugaron a favor del golpe y luego siguieron siendo profetas del caos. Y encima tienen todas las garantías de un proceso y una decisión justa.

Manifestantes llevan a un herido a través
de las calles empinadas del barrio Catia.
–Usted estuvo en Montevideo en 2009 para contar su experiencia periodística en el Caracazo, pero también para conocer a alguien. ¿Se cumplió su expectativa?
–¡Y mucho más! Mi sueño era fotografiar a Mario Benedetti, a quien admiré desde siempre. Estuve con él en su modesto apartamento de la calle Michelini. No me sorprendió su gran convicción moral y política, ni su lucidez intelectual, porque así de humildes son los grandes. También conocí a Daniel Viglietti en el Mercado del Puerto y sentí la misma emoción que muchos años atrás, cuando me crucé con Alfredo Zitarrosa en mi pueblo de Anzoátegui. Lo recuerdo cantando Doña Soledad para un grupo de amigos. Luego, sin conocerme, me invitó a Caracas y hasta me regaló un  par de zapatos con una suela grandotota, porque le serví de guía. Los conservo como un bien familiar. Entonces, cuando compartes tanta sensibilidad, entiendes, por lo menos un poquito, qué pasa por la cabeza de los uruguayos. A Zitarrosa te lo encuentras en la calle y te lleva de viaje, a Viglietti lo ves en un restorán y te convida un almuerzo y Benedetti te invita a su casa para leer su último libro. Creo que esa humildad trascendente te llama a soñar cada día.

Saqueos en el centro de Caracas.
Frasso a Frasso
“Cuando me enteré que vencía el plazo del Premio Rey de España mandé mi recaudo bien a la venezolana, horitas antes del cierre de recepción. Y me olvidé. El 2 de noviembre de 1989, mientras iba en el auto del diario al Palacio de Miraflores me llamó el jefe de redacción: “¡Frasso, Frasso, ganaste!”. En ese momento te inunda una gloria personal, es cierto, pero también el goce de saber que el 27 de febrero no iba a ser olvidado.”

“Me lo entregó el rey Juan Carlos en el Palacio Real, era mediados de primavera. Para mi fue un honor único, porque el año anterior lo había recibido el brasileño Sebastiäo Salgado, con fotos del hambre en África. Pero hacía mucho tiempo que no ganaba un tema latinoamericano. Lo increíble, o no tanto, es que esa cobertura jamás ganó un Premio Nacional en Venezuela.”

“Cuando un juez local exigió pruebas para abrir una causa por los asesinatos del Caracazo, fui llamado a declarar. Al principio las autoridades decían que no había, nada, pero nosotros estábamos seguros de que los cuerpos iban a aparecer a más de un metro y medio de profundidad. En una fosa del Cementerio General del Sur se encontraron 75 desaparecidos, pero hay muchos más. Nuestras fotos también sirvieron como prueba en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, cuando los familiares demandaron al estado. ¡Por supuesto, ganaron el juicio!”

“Los premios te dan fama y puedes llevar tu material a todo el mundo. Con Tom Grillo vamos a cada sitio donde nos invitan. En los próximos meses pensamos traer una exposición a Uruguay, porque aquí se está haciendo mucho por la memoria. Nosotros queremos sumarnos a la reflexión, para que se sepa lo que pasó en nuestros países. Estamos difundiendo el caso venezolano, porque no fue sencillo. Hubo muchos años de excesos dictatoriales encubiertos por una fachada democrática. En el Caracazo está resumida toda la violencia de la represión.”

Una ciudad fuera de control.
La nación del viento
Su primer libro de fotografías, El Caracazo, compartido con Tom Grillo, sigue agotando ediciones en todo el mundo. En el segundo,  La nación del viento, participa el periodista José Cheo González, además del escritor guajiro Miguel Ángel Jusayú y el poeta wayuu José Ángel Fernández.  “Me pasé un año sacando fotos al universo mágico y real de las comunidades que pueblan la Guajira, de ambos lados de la frontera con Colombia. Ellos dicen que su tierra no tiene límites”, afirma. Su otra obra, Chávez, es una recopilación de fotos de la campaña presidencial de 1998. “¡Qué quieres chico, si el presidente siempre vende!”, aclara con su personal sentido del humor.

Los impactantes registros del Caracazo, 
fueron compartidos por Frasso 
y su colega y amigo Tom Grillo. 
Pasó lo que pasó
“Nací en  Santa Ana, un pueblito del estado de Anzoátegui en el oriente de mi país. Mi papá vendía arena y mi mamá era ama de casa: parió doce hijos pero quedamos nueve vivos. Empecé  a hacer fotografía a los catorce años: recuerdos escolares de primer grado, bautismos, matrimonios, fiestas sociales. Fui corresponsal de El Anaquense, un periódico de Anaco, una ciudad de mi municipio. Cubría los sucesos de mi pueblo: redactaba y tomaba fotos.
En tercer año del secundario me echaron por revoltoso; no por mal estudiante, sino por dirigente sindical y editor de un periódico de aquellos de barricada. En 1971 me fui a trabajar a la redacción de El Anaquense y de ahí a Barcelona, la capital de Anzoátegui. En 1985 viajé a Caracas como corresponsal y al poco tiempo estaba en Ultimas Noticias, un diario de circulación nacional, y en la revista Élite. Primero escribía sucesos y sacaba fotos, hasta que el Sindicato me dijo: “para, para, chico, un trabajo u otro”. Después me fui a El Nacional, como reportero gráfico. Ingresé en 1988, justo el año que ganó la presidencia Carlos Andrés Pérez. Mi primera foto en portada fue una de Carlos Andrés festejando. Pero la alegría duró poco, en febrero de 1989 pasó lo que pasó.”